25 septiembre 2020

NOTABLE CRÓNICA DE NORA BÄR PUBLICADA EN LA NACIÓN DEL 24-09-2020

 Un día en la terapia intensiva del Hospital Posadas. 24 horas entre la vida y la muerte.


A las 7 de la mañana y sin edificios que lo impidan, el sol entra a pleno por las ventanas del larguísimo pasillo que flanquea las salas de terapia intensiva del Hospital Posadas. De este lado, todo es actividad. Médicos, enfermeros, kinesiólogos, camilleros y encargados de la limpieza no descansan. Llegan insumos que deben ser acomodados y se apilan grandes cajas de cartón listas para ser descartadas. Pero, a través de las ventanas que encierran un segundo pasillo dividido por sectores a los que solo puede ingresar personal del equipo de salud -enfundado en elementos de protección personal de pies a cabeza -, se vislumbran los ambientes asépticos que contienen cuatro o cinco camas con personas que padecen cuadros graves de Covid-19 y en los que impera la quietud. En islas centrales trabajan especialistas ataviados como si fueran astronautas preparando medicación, registrando parámetros vitales, y a su alrededor yacen pacientes conectados a respiradores. Están inmóviles, silenciosos, mientras las pantallas registran sin pausa sus parámetros vitales.

 Inaugurada a comienzos de abril, este sector de unidad de cuidados intensivos, que no tiene nada que envidiarle a las de modernos sanatorios de la salud privada, está bajo el mando de una mujer, Constanza Arias. Formada en el mismo hospital desde los 23 años, cuando se convirtió en residente de clínica médica (en esos tiempos no existía todavía la especialidad de terapia intensiva), dirige una aceitada maquinaria que funciona las 24 horas del día y los siete días de la semana, y que integran 21 residentes, más de 30 médicos de planta y más de 30 kinesiólogos, además de personal de enfermería y de maestranza.

 "Tenemos 43 camas divididas en tres sectores: uno de 18, otro de nueve solo para pacientes Covid y uno de 16 que se reserva para pacientes no Covid, pero que dada la afluencia tuvimos que utilizar para los que, aunque se negativizaron, persisten con ventilación mecánica, con traqueotomía y siguen necesitando cuidados críticos", explica Arias.

 La jefa de la Unidad de Terapia Intensiva, Constanza Arias, ingresó al Hospital Posadas a los 23 años.

Con una ocupación del ciento por ciento, que hace que se reserve para los pacientes en situaciones críticas -el resto se deriva a otros centros médicos, algunos de internación intermedia-, la rutina de la terapia intensiva comienza cada día a las 7 de la mañana, cuando se extraen muestras de sangre y se toman placas pulmonares. Son operaciones que realizan los propios médicos, ya que los "extraccionistas" no son suficientes.

 A las 8, comienzan los tres "pases de sala", una reunión en la que los especialistas de guardia pasan la posta de lo que ocurrió con cada internado durante las horas de la noche. Todo se vuelca en un informe que se imprime y se distribuye, y algunos le toman una foto con el celular para tenerlo siempre a mano.

 Entre las 9 y las 11, se examina a los enfermos. Cada equipo se enfunda e ingresa a la sala, donde permanecerá el tiempo necesario para asistirlos. A la salida, se los ve reunidos: algunos mayores, de gran experiencia, otros más jóvenes, revisando caso por caso las indicaciones terapéuticas que es necesario poner en marcha. Una de esas reuniones es conducida por Fernando Villarejo, el más antiguo de la terapia intensiva y que rehusó una promoción para seguir en contacto con los pacientes.

 "Un farmacéutico destinado a esta área controla qué fármacos hay que reponer y cuáles es necesario tener accesibles –detalla Arias–. También estamos en permanente contacto con los infectólogos. Alrededor de las 12, se redactan nuevos informes".

 Hacia media mañana, la doctora Huaira Bongioanni y la joven kinesióloga Adriana Lampropulos, se acercan por el pasillo para disponerse a ingresar. A pesar de la falta de descanso y de que deben hacerse cargo de una tarea delicada y demandante, exhiben una energía contagiosa. Controlan los parámetros del respirador, "pronan" a los pacientes (los colocan boca abajo para mejorar la perfusión del pulmón), les aspiran las secreciones y limpian la boca. "Antes recibíamos personas con cuadros no tan graves, pero en esta etapa los kinesiólogos, que aquí se especializaron en ventilación mecánica, son muy importantes –destaca Arias–. Trabajan a la par de los médicos. Muchos de nuestros pacientes son obesos y nos tocó tener que pronar a personas de 170 y hasta 300 kilos".

Con frecuencia, los pacientes son colocados boca abajo para permitir que el oxígeno llegue a todas las áreas del pulmón. Las placas muestran imágenes inusuales de los pulmones.

Los cuadros graves requieren asistencia con el respirador, los casos críticos suelen permanecer aquí entre dos y tres semanas. Estadísticas consolidadas hasta el 5 de septiembre, indicaban un máximo de 23 muertes semanales. Los pacientes con Covid representan el 25,3% del total de las defunciones, lo que contribuyó a duplicar el promedio de fallecidos totales diarios del hospital de los últimos diez años: de 3,2 por día, pasó a 6. A veces, cuando la terapia intensiva de adultos se completa, algunos se derivan a la misma unidad de pediatría.

"Hasta julio, como ingresaban pacientes que quizá no usaban el respirador, estábamos en un 33% de mortalidad en la UTI –precisa Arias–. Ahora subió porque son pacientes más graves, ronda un 40 o 45% y hay muchos que todavía persisten con el respirador, con lo cual no podemos saber qué va a pasar. Es un virus maligno… No es una gripe, no tiene nada que ver. Nosotros vivimos la pandemia de 2009 y desapareció sola. Se llenaron todas las camas un mes y medio, y un día dejaron de ingresar pacientes. Esto es otra cosa. Además, la afectación pulmonar es diferente".

Quienes viven la experiencia de trabajar día a día en esta terapia intensiva no comparten algunas de las ideas más difundidas sobre Covid. "Nosotros no tenemos tantos ancianos, quizá porque los ancianos están adentro de su casa –cuenta Arias–. Tuvimos pacientes de 32 años con respirador y nuestra edad promedio de internación con asistencia mecánica es de 55 años. Tuvimos personas de 18, de 21, de 40… pero afortunadamente salen del cuadro grave con más facilidad. Pueden estar con respirador un par de semanas, pero luego se los ‘extuba’ y pueden pasar al ‘piso’. Lo que más nos llama la atención es la obesidad, aquí hay pocos flacos. Las personas con sobrepeso están particularmente en riesgo de hacer neumonía".

La especialista comenta que en su servicio también advierten los síntomas no específicos del virus. "Tiene receptores en el pulmón, el corazón, el riñón y también en el sistema nervioso; de hecho, ataca las células del olfato. Sobre todo podemos verlo en nuestros compañeros, los médicos, que son quienes con más precisión relatan sus síntomas y a veces nos dicen que no nos pueden seguir: ‘Vos me hablás y no sé qué me pasa. Trato de seguirte y se me van las ideas’. Las secuelas pulmonares son graves incluso en los asintomáticos. A los que salen del respirador y pasan a la etapa crónica, les hacemos tomografías y ninguno tiene una imagen normal. Ahora mismo, en un médico nuestro que está superando la enfermedad, vemos una multitud de tractos fibrosos en la tomografía".

Son varios los integrantes del equipo del Posadas que no pudieron salir indemnes de la pandemia. Solo entre agosto y septiembre se infectaron cuatro residentes y ocho médicos de planta, uno de ellos todavía está internado, otra persiste con falta de aire desde hace más de cuatro semanas. "Todos tienen menos de 60 y de estos la gran mayoría tiene entre 40 y 45". Casi todos vuelven después de tres semanas.

Ingresar al Hospital Posadas, en El Palomar, es como entrar a una "ciudad". Atiende un millón de consultas anuales y 18.000 partos. Hoy, su terapia intensiva está al límite.

Mariano Lezcano es un corpulento enfermero terapista que pasó por esa situación, pero ya está de nuevo en funciones. Antes de que se calce el camisolín, guantes de látex, gafas, doble barbijo, cofia y visera, es inevitable advertir el singular tatuaje que decora su antebrazo: cinco pequeños electrocardiogramas que corresponden a los días de nacimiento de sus cuatro hijas y a aquel en que River salió campeón. "Son cinco grandes emociones de mi vida", bromea mientras se prepara para atravesar las puertas prohibidas para cualquiera que no sea del equipo de salud.

En una sala con habitaciones individuales, reservadas para pacientes "sospechosos", está internada una residente de pediatría embarazada de 27 semanas, afortunadamente sin respirador, pero con cánula de alto flujo. También están internados por Covid-19, pero en la sala general, su marido, la niñera familiar y su otro hijo.

Descolocados

"Los terapistas estamos acostumbrados a mantener la templanza en los momentos críticos –dice Arias–, pero no frente esto que pasó este año, esto sí nos descolocó, porque los pacientes están muy graves y nos llegan demasiados todos juntos. Están mucho más graves de lo habitual y exigen mucho más trabajo. Estos son pulmones que uno nunca vio, totalmente diferentes. En enero, cuando la pandemia explota en España y en Italia, amigos me mandaban las imágenes tomográficas y nosotros nos preguntábamos ‘¿y esto qué es?’ Nunca habíamos visto ese daño. Me decían ‘Se llenan las guardias, en las terapias tenemos que elegir a quién ventilar…’ Allá no tenían la infraestructura para recibir esa cantidad de enfermos. A nosotros no nos pasó. Era tal el terror de que nos pasara lo que nos contaban los europeos, que acá se puso en marcha la cuarentena para que no llegaran todos los pacientes al mismo tiempo. Se invirtió mucho, mucho en salud, de tal manera que nosotros no tenemos que dejar morir gente como en Europa. Los equipos llegaron a todos lados, lo que pasa es que hay lugares, como General Roca, en que hay cuatro camas de cuidados críticos. Lo que faltan son terapistas porque no se pueden comprar y no tenemos reemplazo. Formarse en terapia intensiva como mínimo lleva cinco años y estos fueron dos meses de preparación".

Los días son extenuantes y volver a casa no significa desconectarse con la situación de los internados.

Por la tarde, después del mediodía, queda el equipo de guardia, siete médicos más los kinesiólogos y enfermeros. Arias se retira del hospital y trabaja en el ámbito privado, pero sigue permanentemente comunicada con el servicio de Emergencias, cuyos dos jefes eran integrantes de su departamento, y con la UTI, cuyos pacientes se encuentran en estado crítico y pueden desestabilizarse. No hay descanso, ni de noche ni los fines de semana, porque el sistema funciona en red. "Ahora tenemos un grupo de WhatsApp que se llama ‘corona’ –cuenta Arias–. Están desde los directores a todos los jefes de servicio, todos los de mantenimiento. Suena todo el día. Por ahí te dicen ‘Hay una paciente en la UPA de Hurlingham, ¿adónde puede ir?’ Entonces alguien apunta que tiene dos camas en el Hospital de Esteban Echeverría, ‘pero ¿qué ambulancia la lleva?’ Y así permanentemente todo este año".

Último adiós

Cuando llega la noche, Huaira, y varios residentes siguen "al pie del cañón" con la misma energía. Súbitamente, algo pasa. Varios médicos ingresan a trabajar junto a la cama de una de las pacientes. Se suceden las maniobras, pero finalmente son infructuosas. Se despeja el pasillo y los familiares se van acercando de a uno. El profesional tratante los acerca a la ventana para que le den un último adiós. "Nosotros siempre permitimos la visita a los que están muy graves –subraya Arias–. En algunos casos especiales, pueden ingresar con todo el equipo puesto. Cada médico sabe qué familia está capacitada para entrar y cuál no. Quiénes lo van a tolerar, cuáles se van a desmayar o lo van a vivir como algo traumático".

Acompañada por su familia, en la que los médicos son mayoría -su hija de 24 años es abogada, pero su marido dirige una clínica en Pilar y su hijo de 20 estudia la misma carrera-, a veces Arias siente que gran parte de la sociedad vive en un mundo diferente de aquel en el que ellos pasan gran parte de su día. "Tengo amigos que dicen que no existe el virus, que es una manera de dominar a la población… Y, bueno, uno ve que todo el mundo opina sobre un tema médico como si supiera. Es raro, es como si yo hablara del dólar. No tengo la menor idea de qué hace que el dólar suba o baje. Entonces uno escucha cómo todos opinan y le causa un poco de gracia. A veces, como vivo en Bella Vista y tengo una media hora de viaje, voy cambiando de radios durante el camino y me sorprende la seguridad con la que se opina de lo que no se sabe. Se maneja la opinión pública con total desconocimiento".

 Cuando cae el sol, el pasillo se ensombrece. Impera la quietud, pero nadie baja la guardia.

Alberto Maceira, director del hospital ubicado en El Palomar y que asiste a toda la zona oeste del conurbano, asumió la conducción de esta virtual ciudad de la salud el último 5 de enero. "Me tocó estar al frente del Incucai con la Ley Justina y ahora acá con la pandemia –dice el también especialista en terapia intensiva–. Es un desafío, un hospital maravilloso: aquí trabajan 5200 personas, se hacen un millón de consultas anuales, 18.000 cirugías, un número similar de partos, se resuelven 550 hisopados diarios...tiene el presupuesto de tres municipios". También expresa su desconcierto frente las características de esta infección: "Uno se encuentra con personas que muestran pocos síntomas, una neumonía ‘chiquita’ y, de pronto, se genera un ‘síndrome de atrapamiento aéreo’... ¡No tienen trastornos hemodinámicos, es puramente respiratorio! El otro día falleció una jovencita de 27 años cuyo único factor de riesgo era obesidad mórbida. No tuvo otra cosa más que hipoxemia [disminución de la saturación de oxígeno en la sangre] y no pudieron ventilarla. La imagen de la tomografía de estos pacientes es espantosa, mucho más grave que la de una neumonía por gripe."

Para explorar nuevos tratamientos, el hospital interviene en el ensayo Solidarity de la Organización Mundial de la Salud.Se prueba el uso del interferón, el plasma de recuperados y corticoides. También están lanzando el programa TeleUCI, que permitirá realizar interconsultas con los profesionales del Posadas desde cualquier lugar del país.

"Tenemos casi 100 residentes en el servicio de Clínica Médica que hoy está atendiendo a más de 200 pacientes con Covid –destaca Maceira–. Además, hicimos un convenio con la Universidad Nacional de Hurlingham para que 32 estudiantes del último año de la carrera de enfermería puedan sumarse como voluntarios. La gente está muy agotada".

"Entré en este hospital a los 23 años como residente –comenta Arias–. Me acuerdo que cuando iba a entrar a la residencia, le golpeé la puerta al jefe de Terapia Intensiva de ese entonces y le dije: ‘quiero venir a terapia intensiva’. Me contestó que fuera a hacer la residencia de Clínica Médica y que volviera cuando la terminara. Y así fue. La UTI uno la elige cuando le gusta estar en una zona en la que realmente hay que actuar. Me aburren las enfermedades crónicas, cuando no hay mucho para hacer".

La especialista confiesa que, como muchos de sus colegas, permanece en el hospital por fanatismo, por una especie de mística. "Nadie se queda acá por el sueldo, que es bajo, ni por el trabajo, que siempre es mucho, sino por amor a la medicina científica. A la salud pública, que no hace diferencias por cuánto paga una persona, de qué país viene o qué apellido tiene. Ese espíritu es el que mueve el hospital".

¿Hay un horizonte cercano para el fin de la pandemia en el país? "No tengo expectativas de que esto mengüe en un tiempo cercano...cuando veo el tren que pasa por mi casa, con toda la gente parada...uno al lado del otro, el furgón lleno…", reflexiona Arias.

"Los terapistas estamos acostumbrados a mantener la templanza en los momentos críticos.

Pero esto sí nos descolocó, porque los pacientes están muy graves

y nos llegan todos juntos”.

Termina otro día de angustia y se renueva.

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