Por Guillermo David
Página 12/ 21 de abril de 2024
Emigración,
leva o revolución: tales eran las opciones que ofrecía la Rusia zarista a un
joven judío en vísperas de la Gran Guerra. Lázaro Milstein, hijo de un
campesino, tomó la primera y acabó radicado en Bahía Blanca; su hermano menor
-profesor de matemáticas- participó de la revolución bolchevique y murió en
Siberia durante las purgas de Stalin.
Hacia
1913 Lázaro se conchabó en una chacra en Médanos, la próspera colonia judía
cercana a la ciudad, donde se integró a la vida cultural que giraba en torno a
la sinagoga, aunque el predominio de tradiciones socialistas y anarquistas le
excusaron la fe en nombre de un riguroso ateísmo militante. Un día conoció a
Máxima Vapñasrsky, que acababa de recibirse de maestra. El flechazo fue mutuo.
Un día se casaron: él trabajaba como viajante y ella había asumido como
directora de la Escuela N.º 3 de calle Terrada, donde medio siglo después este
cronista aprendió a escribir, a jugar a la payana y a esquilmar la biblioteca.
En
la casa del fondo crecieron sus tres hijos, que hicieron la primaria en la
misma escuela. Uno de ellos cobraría fama mundial al recibir el Premio Nobel de
Medicina: César Milstein. Sus padres, adscriptos a la Liga Racionalista Judía,
eran miembros muy activos de la colectividad; fundaron una escuela laica donde
sus hijos acudían por las tardes. Tradición cultural, idish y anarquismo
dejarían marcas indelebles en niño César que, según los testimonios, no era muy
aplicado al estudio; díscolo, aventurero, más bien era la oveja negra de la
familia que cada tanto merecía levantadas en peso de su padre. Todo cambió un
día en que una tía, bioquímica del Instituto Malbrán, le contó cómo fabricaban
vacunas con suero antiofídico. Junto a la lectura de Cazadores de microbios de
Paul De Kruiff, una biografía novelada de Pasteur, fue una revelación que
decidió su destino.
En
1944 se fue a vivir a Buenos Aires siguiendo a su hermano Oscar, que cursaba
ingeniería. La Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, por entonces en la
Manzana de las Luces, era un hervidero. El estudiantado reformista, signado por
las izquierdas y opuesto al régimen surgido del golpe del 43, sería la piedra
en el zapato del peronismo, que no tardó en reprimir los movimientos
contestatarios que tenían su foco en la universidad. César estaba en su salsa.
Estudiante del montón, su verdadera pasión era la política. Con su hermano
militaba en las Juventudes Libertarias, una agrupación desde la que organizaron
el Centro de Estudiantes de Química, que llegó a presidir (de hecho, fue él
quien consiguió la participación de los estudiantes en los Consejos Directivos)
y fue delegado ante la FUBA. También fundaron una biblioteca e incluso montaron
un puesto de venta de apuntes y útiles escolares que competía con el monopolio
de “El Pulpo” -de allí su apodo: “el Pulpito”.
Petisito,
esmirriado, el rostro enmarcado por una quijada poderosa y anteojos de carey,
tras su sonrisa amable César escondía un orador encendido: “sus intervenciones
eran virulentas e interminables y siempre se trenzaba con los stalinistas”,
recuerda un compañero de militancia. Alguna vez fue preso bajo la acusación de
comunista, que discutió airado con los policías que le espetaron: “suéltenlo,
es un anarquista, no corta ni pincha”. Humilde, frugal, vivía en pensiones de
mala muerte que compartía con prostitutas. Para no aceptar dinero de sus padres
trabajó un tiempo como obrero en Grafa y como empleado en un laboratorio de
análisis clínicos. Junto a su amigo Eduardo Colombo, que sería un gran psicoanalista
y teórico del anarquismo, participaban de la Biblioteca Popular José
Ingenieros, donde César colaboraba en la revista De Pie y en La Protesta, de la
que era encargado de distribución. Entre otras iniciativas dieron origen a la
Asociación de Educación Libre, en la que enseñaba biología. Pero tanto la
biblioteca como la escuela y los diarios padecían periódicas clausuras por
parte del gobierno que hacían difícil la continuidad del proyecto.
Entretanto,
conoció a la que sería su esposa y compañera de toda la vida, Celia
Prilleltensky, con la que se casó en el 53, al recibirse tras ocho años de
estudio. Aunque no había sido un alumno destacado, optó por continuar
estudiando: quería doctorarse. “Entre los miembros de los Grupos Anarquistas
Revolucionarios había un muchacho que trabajaba con Bernardo Houssay. Hablé con
él y me mencionó a Federico Leloir. Me fui derechito a verlo. Leloir vivía en
el laboratorio de la calle Costa Rica: un sucucho. Entro en la casa y veo a un
tipo con un guardapolvo gris, flaco. Este es el galllego del instituto, pensé.
Le dije: che, ¿dondé está Leloir? Me mira y dice: soy yo. Se me cayeron los
pantalones”. El también futuro premio Nobel se excusó de dirigirle la tesis, de
lo cual se arrepintió toda su vida, y lo derivó a Andrés Stoppani, un
científico que había trabajado en Inglaterra, lo cual sería clave en su
desarrollo posterior. “El tema que me sugirió -el rol de los grupos SH de
aldehído deshidorgenasa-, contó con mi total aprobación. No tenía idea de qué
se trataba, pero parecía tener la correcta combinación de química y biología”.
Como en tantas otras ocasiones, el destino jugaba con la vida de César Milstein
imponiéndole caminos insospechados: la aventura lo llamaba.
Con
el título en la mano y la promesa de doctorarse, el matrimonio Milstein hizo su
primer viaje a Europa siguiendo indicaciones de amigos anarquistas. En un año
vivieron en albergues, trabajaron en el campo, e incluso fueron a Israel, donde
participaron de la vida de los kibbutzim. Celia dirá a la biógrafa de Milstein,
Ximena Sinay: “Pensábamos que era un estado socialista, pero de eso tenía muy
poco, lo único socialista eran los kibbutzim. Había tal nacionalismo y el
Estado era tan poco socialista que nos desilusionó”. La mirada pesimista de
Milstein se vio reflejada en un par de artículos que envió a La Protesta
contando su experiencia.
Vuelto
a Buenos Aires, mientras trabajaba en laboratorios, César acabó su tesis en
marzo del ‘57, un trabajo de 89 páginas que había sido tipeado por su madre. Al
poco tiempo ganó un concurso para ingresar al Instituto Malbrán como
investigador. Pero su plan B, una improbable beca solicitada al Medical
Research Council de Cambridge por recomendación de Stoppani, donde fue
aceptado, nuevamente le cambiaría el rumbo. Se instalará en la Unidad de
Biología Molecular para hacer su segundo doctorado.
Llegado
a destino, su director de tesis, Malcolm Dixon, lo citó junto a Edwin Webb, con
quien había escrito un libro que es la Biblia de los enzimólogos. “Empezaron a
hablar entre ellos para ver qué tema le iban a dar a César. Ed tenía un fuerte
acento australiano y Malcolm un fuerte acento inglés, apenas movía el labio
para hablar. César no entendía una palabra”. Precavido, se leyó el libro y
acabó por abocarse a la fosfoglucomutasa. Era el inicio de un camino que lo
llevará al encuentro con Frederick Sanger, que había ganado el Nobel ese año
por su descubrimiento de la insulina, con quien acabó trabajando en un área que
lo conduciría a su propio gran aporte: los anticuerpos monoclonales.
Pero
la Argentina le tiraba. Y los vientos que el frondicismo había abierto para la
investigación con la creación de instituciones como el CONICET, el INTA y el
INTI, resultaban un desafío interesante. Al cabo de un par de años volvieron.
Milstein retomó su cargo concursado, siendo director del Malbrán el gran
bacteriólogo Ignacio Pirosky, y organizó la División de Biología Molecular -lo
que había aprendido en Cambridge. Pese a la precariedad (él mismo tuvo que
construirse los muebles de madera apelando a un viejo oficio aprendido de su
padre) César Milstein consideraba que en Argentina podía hacerse ciencia básica
de alta gama. “Tanto es así que el premio Nobel Fritz Lippman me escribió desde
Estados Unidos para ver qué estábamos haciendo, porque le íbamos ganando la
carrera”.
Pero
el diablo de la historia metió la cola. Las internas furiosas entre Azules y
Colorados y la caída de Frondizi llevaron a la intervención del Malbrán y con
ello a la renuncia de buena parte de sus más promisorios investigadores, que
fueron acompañadas por Milstein. Nuevamente estaba en el aire. Y nuevamente el
laboratorio de Biología Molecular de Cambridge, bajo la dirección de Sanger, le
abriría sus puertas. Hacia allí marchó, ya en forma definitiva. “Fred me
sugirió investigar los anticuerpos. Mi ignorancia sobre inmunología era
absoluta”. Las siguientes dos décadas las dedicaría a despejar ese enigma. Su
vida apacible entregada a la ciencia era amenizada con asados -era un eximio
cocinero-, guitarreadas, deportes al aire libre y viajes esporádicos a la
Argentina, donde solía ir de vacaciones a la Patagonia.
Hacia
1975, junto al joven biólogo alemán George Köhler y otros miembros de su
equipo, dieron un salto impensable: fusionar células, “inmortalizarlas”. Esas
células híbridas, producto de la fusión de una célula productora de anticuerpos
y una de origen tumoral, pueden secretar anticuerpos específicos,
inmunoglobulinas, a los que llamaron anticuerpos monoclonales. Gracias a los
cuales se pudieron detectar varios tipos de cáncer, producir vacunas, realizar
diagnósticos de embarazo, y múltiples aplicaciones en biotecnología, como la
prevención del rechazo de trasplantes de órganos.
El
16 de octubre de 1984, a los 57 años, César Milstein, junto a Kölher y al danés
Niels Jerne, recibió el Premio Nobel de Medicina. Por una cuestión burocrática
-la oficina de patentes no lo consideró de utilidad económica ulterior-, aunque
podríamos considerarla también una buena treta del destino, el descubrimiento
no fue patentado. “Las aplicaciones prácticas de la ciencia son parte de la
ciencia misma. Son avances en el conocimiento general, y, en consecuencia, no
pertenecen a nadie, sino a la sociedad entera”. El viejo espíritu anarquista
del Pulpito, que concebía la ciencia como un patrimonio de la humanidad, late
sin duda en esa declaración.
Este
artículo fue publicado originalmente el día 20 de abril de 2024