Los
días posteriores a la entrevista con Rulfo, realizada a mi regreso de unas
vacaciones en Italia, me encontré con el querido Noé Jitrik, que dirigía la
Casa Argentina de Solidaridad, que nucleaba al exilio argentino. Noé escuchó
mis lamentos: antes de regresar al DF, en el helado enero del 83, en un control
de rutina en el Ospedale Ginecologico-Ostetrico Sant’Anna de Turín, el
ecografista había gritado: “¡Ci sono le petrine!”. Me comunicaba la novedad de
mis cálculos en la vesícula al tiempo que se reía de mis maldiciones en
español. Noé, el sabio de nuestra tribu, logró que me atendieran en el
Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición del DF, el más especializado
en ese tipo de malatías. Fue un enorme privilegio y consideración, cuidado y
solidaridad de los mexicanos porque los exiliados contábamos con servicios
sanitarios no tan especializados. Así que allí fui, aquel mayo de 1983 cruzada
por temores a la que seguramente sería la primera operación de mi vida. La
costumbre del Instituto era recibir al paciente con un o una médica clínica
que, a lo largo de unas cinco horas, realizara una completísima historia
clínica con antecedentes familiares, médicos y estudios, como el Papanicolau y
radiografía de tórax incluidos en esa consulta.
La
médica que me tocó en suerte era una joven de 25 años, rubia, alta, con una
cordialidad fuera de lo común. “Soy Patricia”, se presentó. Luego de los
chequeos físicos de rigor, me preguntó por mi historia familiar. Y por qué
estaba exiliada. Así que le conté. “¿Entonces eres trotskista?”, preguntó. “Ya
no”, resumí luego de haberle contado cómo había renunciado a esa tendencia,
cómo había huido de la Argentina, del dolor por mis amigos desaparecidos, de
mis parientes perseguidos y de cómo lucharía siempre contra una dictadura
criminal que, además, acababa de enviar a miles de nuestros jóvenes a la guerra
de Malvinas. Guardó silencio ante el llanto contenido en mi relato. Y luego me
dijo en medio de una carcajada: “Yo sí soy trotskista, porque amo a Rosario
Ibarra de la Piedra”. Sabía algunas cosas de Rosario: que en ese momento era la
candidata de la izquierda trotskista a la presidencia de México. Que su marido
había sido un luchador comunista y que era la madre de Jesús Piedra Ibarra,
desaparecido en 1973 por pertenecer a la guerrilla de la Liga Comunista 23 de
septiembre. Doña Rosario era como una Madre de Plaza de Mayo y una luchadora
intransigente contra el poder.
En
ese momento de la consulta, el vínculo entró en un camino de mayor intimidad y
confianza, salió de los típicos cánones de la relación paciente-médica.
Hablamos de nuestra vida amorosa, del exilio, de la situación en Latinoamérica,
de la presión norteamericana, de esa famosa frase: “México, tan cerca de los
Estados Unidos y tan lejos de dios”. Antes de despedirnos, como para sellar una
mirada compartida sobre nuestro destino común, Patricia me dijo: “Además me
llamo Volkov. Y soy la bisnieta de Trotsky”. Parecía fascinada de conocer más
íntimamente a una exiliada; yo no podía creer que estaba en presencia de una
descendiente directa de uno de los líderes que había admirado no solo como
revolucionario sino como un teórico marxista brillante y tenaz crítico del
poder. Así que intercambiamos teléfonos. En los meses de tratamiento que
siguieron durante 1983 la visité varias veces en el Instituto. Pude entender su
solidaridad con mi condición de exiliada: sus abuelos y padres lo habían sido.
Su madre, Palmira Fernández, era hija de españoles republicanos exiliados en
México. Los Fernández-Volkov tuvieron cuatro hijas. Ella quería especializarse
en infectología. Seguía el camino de su padre, que estudió Química y trabajó en
un laboratorio mexicano que sintetizó por primera vez la fórmula de la píldora
anticonceptiva. No dudé que sería brillante. No tuve tiempo de conocer a las
hermanas de Patricia. Porque eran tiempos revueltos en el exilio argentino:
todos preparábamos las valijas, sobre todo a partir de octubre de 1983, cuando
Raúl Alfonsín ganó las elecciones y comenzó la maravillosa sensación de que el
destierro había terminado.
Me
operaron en enero de 1984. Un mes antes de mi regreso definitivo a la
Argentina. Como no existía aún la laparoscopía para ese tipo de operaciones, y
estaba nerviosa por tantas horas a panza abierta, y porque no me podía morir
justo antes de volver a mi patria, recuerdo que comencé a fantasear que cuando
entrara al quirófano seguramente –les dije a Patricia y a Silvia Bleichmar, que
por entonces era mi psicoanalista– habría música de Bach. Nunca sabré si ella
lo pidió, pero sí sonaba tenue el Preludio para la Suite número 1 con
violoncello-piano mientras el anestesiólogo me retaba porque “ya te vuelves a
tu patria y nos abandonas”, como si hablara de una traición. Lo cierto es que,
tal como me había prometido, Patricia fue la primera persona que vi cuando
desperté en la sala de terapia intensiva. “Si haces pis, te saco de aquí”, dijo
con cierta sonrisa conspiradora que definía sus rasgos.
Semanas
más tarde, visitamos la casa-museo de su bisabuelo don León, en Coyoacán, en la
avenida Churubusco, muy cerca de la casa de Frida Kahlo y Diego Rivera, y muy
cerca de donde yo vivía. Fue un viaje a su historia trágica y a mi historia. El
recuerdo de aquel asesinato. Sería largo describir aquí ese lugar oscuro y al
mismo tiempo luminoso, porque la vida y la memoria finalmente, dijimos con
Patricia, habían vencido. Las flores, los pájaros, el silencio conmovedor que
nos arropaba. Y la vida, la vida que se imponía. Patricia y su pareja entonces,
Cuauhtémoc (familiar de Lázaro Cárdenas, el presidente que había autorizado y
protegido el exilio de Trotsky), me acompañaron en mi último cumpleaños en
Coyoacán en enero de 1984. Intercambiamos teléfonos y direcciones que el
desexilio traspapeló definitivamente. El domingo 18 de febrero de 1984, sobrevolé
la silueta tremenda del Popocatépetl rumbo a Buenos Aires. Nunca volví a ver a
Patricia porque nunca más volví a México. Lugar del cual, queda claro, nunca me
fui.
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