05/03/2023 Tiempo Argentino
Por Damián Verduga
Era
enero de 1983 y había llegado con mi mamá a Buenos Aires hace tres meses. Por
primera vez iba a vivir en la Argentin
a. Nos habíamos ido, con ella y mi papá, a mediados de 1974, cuando yo tenía solo cuatro meses de vida. Como para la mayoría de los hijos del exilio, mi desarraigo no fueron los países en los que había pasado la infancia sino la vuelta a mi lugar de nacimiento. Ni siquiera hablaba como argentino. Tenía un acento que mezclaba mexicano y ecuatoriano.
a. Nos habíamos ido, con ella y mi papá, a mediados de 1974, cuando yo tenía solo cuatro meses de vida. Como para la mayoría de los hijos del exilio, mi desarraigo no fueron los países en los que había pasado la infancia sino la vuelta a mi lugar de nacimiento. Ni siquiera hablaba como argentino. Tenía un acento que mezclaba mexicano y ecuatoriano.
Nos
habíamos instalado en la casa de mis abuelos maternos, en Ciudadela. En la
vereda de enfrente había un almacén que en ese verano tenía una puerta hecha de
tiras de plástico de distintos colores para evitar que ingresen las moscas. Las
galletitas dulces se exponían en frascos de vidrio y se vendían por peso. Unos
metros más allá, en la esquina, estaba el galpón con techo de chapa en el que
funcionaba el Club Once Corazones. Y cruzando la Avenida Hipólito Yrigoyen había unos terrenos baldíos que pertenecían
al Ejército y tenían el pasto crecido.
Había
tardes en las que me iba a recorrer el barrio en bicicleta. Recuerdo que tenía
todo el tiempo un nudo en la garganta. Las calles de Ciudadela estaban
recauchutadas aquí y allá. La mayoría de las casas eran modestas, pintadas con
tonos apagados, grises, blanco mate, marrón, verde oscuro. Había terrenos
baldíos habitados por pastizales que nadie cuidaba. No puedo asegurar si el
barrio me despertaba lo que sentía o si todo lo que me rodeaba pasaba por la
lente del desarraigo. No había nada que me gustara. El entorno era una
ilustración de mis propios sentimientos, cierto ambiente fantasmal me habitaba
por dentro y me rodeaba por fuera.
A
cuatro cuadras de la casa de mis abuelos había un lugar en el que mi ánimo
solía cambiar. Llegar ahí era como cruzar una puerta hacia un oasis en medio
del desierto, un lugar en el que aparecían colores alegres y la atmósfera se
cargaba de optimismo: era la heladería Monte Bianco. Estaba en la esquina
de Avenida Gaona y Falucho. El local
tenía grandes ventanales; había mucha luz natural. El mostrador era de color
amarillo intenso. Detrás, a un costado, estaba la máquina para fabricar helado.
En la mayoría de las ocasiones la tenían apagada y con las cuchillas puestas a
90 grados, horizontal, para que descansen.
El
hombre que atendía tenía unos 40 años. Vestía siempre una camisa color crema.
Se mimetizaba con los productos que fabricaba. Era un hombre de helado.
Llegó
el día de mi cumpleaños. Mi mamá había vuelto a vivir de modo permanente a la
Argentina después de muchos años. Tenía tantos títulos universitarios que no
entraban en una valija, pero solo había conseguido trabajo haciendo encuestas.
Le pagaban muy poco. Volver del exilio era casi como empezar de cero. Yo sabía
que no había muchos recursos para un cumpleaños. Además no había empezado la
escuela. Mis amigos habían quedado a 9000 kilómetros de distancia, en ese
México que añoraba, lleno de colores, sabores, aromas.
Debió
ser pasado el mediodía. Mi mamá entró en la pieza y me dijo que la acompañara.
Salimos de la casa de mis abuelos, cruzamos por el caminito de baldosas el
patio delantero y luego la puerta de reja oxidada. Caminamos bajo un sol
abrasador por la calle San Roque hasta Falucho, doblamos y seguimos hasta
Gaona. Entramos a la heladería Monte Bianco.
El
hombre de helado estaba parado detrás del mostrador. Se limpiaba las manos con
un trapo rejilla. Mi mamá le pidió un kilo de helado de vainilla. Luego giró la
cabeza y me dijo que era mi regalo de cumpleaños.
El
hombre de helado se dio vuelta y agarró de un estante uno de los potes de
telgolpor que tenía apilados. Abrió una de las tapas de la heladera y empezó a
llenar el envase con la paleta. Cargó el pote hasta el borde, le colocó el
celofán y lo cerró.
Salimos
de la heladería. Saqué la tapa del envase, el celofán, se los di a mi mamá y
comencé a comer con la cucharita de plástico.
Mientras caminábamos sólo recuerdo una sonrisa de mi mamá. Seguramente
hubo alguna conversación, pero en mi memoria sólo quedó guardada mi atención
puesta en el helado.
Llegamos
a la casa de mis abuelos y me fui a la habitación. Me senté en mi cama.
Recuerdo la sensación como si la estuviera viviendo en este momento que
escribo: metía la cucharita en el pote, la sacaba desbordada y luego me la
introducía en la boca: cremoso, frío, dulce.
Ahora
que mi mamá se ha ido, hay veces que, en medio de la noche, cuando el insomnio
se apodera de mí, repaso distintos momentos de la vida y siempre aparece ese 19
de enero de 1983 en el que cumplí nueve años. El recuerdo es una caricia. Había
encontrado algo que me gustaba de la Argentina, a la que había vuelto
arrastrado por la vida de mis padres y no por mis propias decisiones. Ese kilo
de helado de vainilla es uno de regalos más inolvidables que he tenido. Mi
mamá, sin saberlo o sabiéndolo, había logrado que empezara a sentirme en casa.
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