Que el Mundial dure para siempre
Registro de una pasión recién nacida: de "no me gusta el fútbol" hasta "que el mundial dure para siempre", eso que provoca la alegría popular.
Por Marta Dillon
16 de diciembre de 2022 – Página 12
Los
festejos por el triunfo de la selección argentina en semifinal coparon todas
las ciudades del país.. Imagen: EFE
Suelo
decir que no me gusta el fútbol, pero la verdad es que sólo escondo las ganas
frustradas de no haber podido nunca jugar. Y también un resto de resentimiento
por quedarme afuera históricamente de esa pasión popular. Porque todo bien con
mi librito bajo los árboles cuando les amigues se lanzan al potrero, pero yo
quiero ser parte siempre de las mayorías apasionadas. Y para eso está el
Mundial. Este Mundial que es de otro planeta, uno en el que ganamos con un
equipo, que como decían las pibas durante el partido del martes -una cantidad
enorme de pibas y un pibe trans que regalaron la más hermosa y desaforada
compañía-, es un grupo de amigos. Lo hacen por amor y se nota, también dijeron.
Y cada vez que atajaba el Dibu coreaban a los gritos “salud mental”. Nunca hay
un solo relato para lo que se juega en la cancha.
Soy
una feminista aguafiestas -según la cita ya popular de Sara Ahmed-, de esas que
tiran del mantel cuando la mesa está tendida o te enrostran los datos de
explotación laboral infantil que hay detrás de las zapatillas que te acabás de
comprar. A veces trato de evitarlo, imposible. Pero también soy una persona que
vive libando potencia de la fiesta. La fiesta como lugar para salirse de sí,
para dejar de creerse que importa tener un nombre propio, la fiesta como ese
dispositivo que ofrece pruebas irrefutables de que nos necesitamos, que nadie
vive sin les otres, que los paraísos son efímeros pero existen, que las
caricias y los besos forman corrientes eróticas colectivas en las que es
posible hacer la plancha y flotar más fácil que en el Mar Muerto. Fiestas en la
calle, en las pistas, con un parlante diminuto en una vereda, en la puerta de
una fábrica recuperada, en un encuentro feminista.
Así
que en este Mundial a la fiesta me entregué desde el primer partido aun cuando
el ruido de mi corazón roto en ese 2 a 1 se debe haber escuchado hasta en
Qatar. Qué importa si el martes fui parte de esa corriente erótica, afectiva y
apasionada que salió a la calle a cantar, saltar y treparse donde sea, a buscar
cómplices para decir “Argentina” y que eso signifique algo más que crisis,
dolor e incertidumbre. Que signifique juego, que diga niñez, éxtasis, amistad,
sudor, amor, equipo. Qué despampanante palabra es equipo y cómo vuelan las
narrativas que detona, igual que una de esas cañitas voladoras que despiden
diez estelas de colores. El lugar de origen de cada jugador, sus sueños de
pequeños, la colaboración en la cancha, los 26 guerreros, les hijes de los
guerreros en las tribunas, los colores en el corazón, América Latina contra el
imperio, las ganas de que gane Marruecos, de una final sur-sur contra todos los
pronósticos de los diarios del odio y los opinadores del norte a los que de
pronto les molestan los modales aunque dejen morir refugiades en el
Mediterráneo como si fuera una catástrofe natural y apenas firman un comunicado
por el futbolista sentenciado a muerte en Irán.
Porque
sí, el Mundial es un negocio millonario, todo el mundo cuenta dólares y la FIFA
es Monsanto, como dice mi amigo Moyi, de Fútbol Militante, porque produce
cuerpos, jugadas y modos de estar en la cancha seriados y prácticamente
alterados genéticamente contra toda idea de diversidad. Pero viendo a los
nuestros en la cancha, chaparros, granudos, con pancita -véase la del Dibu-;
sudakas aunque vivan en palacios. Y aun cuando me equivoque en todo, dan ganas
de hilvanar relatos, es más, se hilvanan solos.
Los
hinchas que cantan arrorró después de haber asustado a un niño en el subte, un
beso de lengua en la punta de un semáforo, el pasajero que robó un colectivo
para llevarlo a su casa porque llegaba tarde al partido, el celular que alguien
perdió y una esquina entera de Lanús cantó hasta que apareció el dueño, las
lesbianas que fueron a Qatar a celebrar su luna de miel para desafiarlo todo.
Es que el amor derrama amor. Y eso es lo que se siente cuando la alegría
desmadra los cauces de un solo cuerpo. Explota.
¿En
serio nunca te entusiasmaste con un Mundial? Me preguntan mis amigas futboleras
de quienes me confieso botinera. Y no digo la verdad cuando digo que es en
serio porque lo intenté. Me desperté a la madrugada cuando jugamos en Japón,
inventé cábalas en 2014 cuando mi hijo y mi nieta eran chiquitos y hasta
lloraron abrazados cuando perdimos la final. También me recuerdo parada en el
asiento de un 3Cv con el techo abierto viendo volar papelitos con el Mundial
78, pero aun cuando no tenía las palabras exactas para definir lo que me
pasaba, la tristeza inmensa de mi madre desaparecida por esos mismos milicos
que festejaban en las tapas de las revistas me dejaba afuera de todo sentimiento
apasionado. Algo de abrazar a esa niña desolada tiene este Mundial. Y
bienvenida sea la costura para mi corazón herido.
Escribo
mientras sucede el partido entre Francia y Marruecos, deseando un error por
arrogancia del equipo de los azules para que un país africano se meta en la
final y ya no sea tan importante ganar porque me imagino a todos los jugadores
abrazados y a los dos continentes haciendo temblar la tierra con sus saltos
enamorados del juego y de la fiesta. Del pito catalán para el imperio
colonialista y explotador, aun cuando todos los que estén en la cancha sean
ricos que apenas recuerdan el sufrimiento de estar haciendo cuentas todo el día
para vivir. Escribo mientras me dejo llevar por los posteos ingeniosos, los
diálogos de nuestros jugadores -nuestros, sí- confesándose amor, llamándose
sexo –“Sexo Fernández, Messisexo”-entre ellos, diciéndose “mi motorcito”,
“hacés todo bien”, “que lindo es jugar con vos atrás”; esos varones de romance
porque son un grupo de amigos, son un equipo antes que cualquier otra cosa.
Escribo con el deseo de que dure un poco más esta pasión desatada, pasión de
pueblo que se apropia de los relatos, los gestos y las cábalas. Les hace decir
su nombre, el de cada quien, el de todos, el nuestro: pueblo.
Ojalá
esta impresión en el cuerpo, esta marca de agua en la sensibilidad después de
haber flotado en la corriente erótica de la alegría colectiva se quede en mis
ojos como una cicatriz en el cristalino, algo que me deje mirar en adelante a
lo que me rodea con ternura renovada. Y si no al menos que este verano me
regale un picadito en alguna cancha improvisada y yo esté pidiendo la pelota
para errar un gol o hacerlo. Para poder decir de una vez ¡qué hermoso es el
fútbol!
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