Por Rodolfo Terragno Clarín 11-12-2022
El mundo, en general, mira hacia un Qatar ilusorio. No ve, o no quiere ver, la impiedad interior del emirato, impropia sede del Mundial de fútbol: un evento que merecía otro escenario.
Muy pocos se compadecen de la cruel subordinación de la mujer, o del trabajo forzado de los inmigrantes, o de los homosexuales presos, o de inmigrantes sometido trabajos forzados, o del sacrificio de 6.750 muertos en la construcción de estadios y obras varias.
El propio Mundial ha dado muestras de la postración legal de la mujer. Paola Schetekat, economista mexicana que trabajaba en el Supreme Committee —el ente encargado de la organización del Mundial— fue violada y, cuando fue a denunciar la violación, la acusaron de “relación extramarital”, la condenaron a 100 latigazos y 7 años de prisión, y le dijeron que sólo podía eximirse de la pena si se casaba con el violador. Fue gracias a la ONG Human Rights Watch que logró abandonar Doha antes de la ejecución de la condena.
En gran parte de los países, los mundiales de fútbol causan un temporario trastorno obsesivo-compulsivo. La emoción que todo lo esconde es un premio a las autocracias.
Del mismo modo que hoy le sirve al gobierno del jeque Tamim bin Hamad Al ThanI, en 1978 el fútbol, “pasión de multitudes”, la emoción le sirvió a la dictadura argentina para ocultar sus crueldades y millares de desaparecidos.
El Mundial, celebrado aquí, lavó ante el mundo la cara de ese régimen, que se escudó tras el cínico lema “los argentinos somos derechos y humanos”.
Los dictadores pugnan por atraer eventos deportivos como los mundiales. Lo hacen para adormecer a sus pueblos y pulir la imagen de sus regímenes a la vista del mundo. A menudo, las autoridades del fútbol internacional les ofrecen la oportunidad. El Mundial de 1934 se jugó en la Italia de Mussolini. El de 1964 en la España de Franco. El de 1972 en las Filipinas de Ferdinando Marcos. El de 2018 en la Rusia de Putin.
En 2013, Jérôme Valcke, secretario general de la Federación Internacional de Fútbol (FIFA), confesó su aversión a lo que llamó “exceso de democracia” y dijo: “Allí donde hay un jefe de Estado fuerte, que puede tomar decisiones por sí mismo, para nosotros es más fácil organizar un mundial”.
Un neologismo inglés, sportswashing, designa el uso del deporte para distraer la atención pública de errores, crisis y actos de corrupción. Eso no sirve sólo a las dictaduras, ni ocurre exclusivamente ante sucesos deportivos.
Los gobiernos populistas, aunque no necesariamente dictatoriales, se benefician de acontecimientos como un Mundial de fútbol. Las emociones son su instrumento de poder y popularidad. La idolatría de un -o una- líder permite los excesos de poder y es garantía de impunidad. Recurren entonces al sportswashing para ocultar posibles delitos que la masa adicta niega o aprueba.
Las emociones colectivas incitadas por tales regímenes se asientan sobre un fanatismo nacionalista. O sobre grietas ideológicas. O sobre el odio a sectores religiosos o étnicos. O sobre la abominación de los inmigrantes. O sobre la resistencia a poderes extranjeros demonizados.
Son todas emociones disgregadoras que acarrean violencia. Las democracias no están a salvo de emociones negativas, El politólogo español Antoni Gutiérrez-Rubí sostiene que, para comprender una sociedad, es más relevante analizar las emociones que medir las opiniones.“Las personas pensamos lo que sentimos”, dice Gutiérrez Rubí, quien advierte que “la desafección y el descrédito de la política crecen en todo el mundo y comprometen a la democracia”, que se muestra frágil, con sus instituciones cada vez más cuestionadas.
Es esa desesperanza en la política democrática la que puede hacer que, como se ha visto en estas semanas, el concepto de “patria” se traslade a una selección de fútbol y las casacas de sus miembros se transformen en la bandera nacional.
Hacer que las emociones negativas se vuelvan positivas es responsabilidad de la dirigencia de un país, que debe exhibir la misma unidad en los principios fundamentales. Las antinomias no provocan emociones positivas. Promueven competencias malsanas, imputaciones infundadas y el aplauso a los propios por lo mismo de que se los acusa a los oponentes.
Los mundiales dan lugar a un sentimiento efímero de unidad nacional que, si es extendido a la vida cotidiana, contribuye a la estabilidad y el progreso de una sociedad.
No serán emociones continuas, porque ninguna lo es, pero desatadas por hechos circunstanciales, pueden concurrir a crear conciencia y principios permanentes.
Esas emociones comprenden la pasión por la libertad. O por la solidaridad. O por la decencia. O por la justicia.
Víctor Alonso Rocator, filósofo político, sostiene que la corrupción política encoge en las sociedades que apoyan emocionalmente a la justicia.
Un hecho positivo de los mundiales de fútbol es que permiten advertir, a quienes quieran analizar sus implicancias, las desventuras de sociedades que sufren falta de libertades, discriminaciones, persecuciones, desigualdad e injusticia, como en el caso de Qatar. Y lo que pueden lograr las que se emocionen por la ética y la equidad con la misma fuerza y pasión que acompaña la disputa por la Copa mundial.
Rodolfo Terragno es político y diplomático.
*Dos errores llamativos en un autor escrupuloso como Rodolfo Terragno y en Clarín no hay correctores o si los hay son muy malos. En 1964 no hubo mundial porque lo hubo en 1962 y se jugó en Chile. NUNCA HUBO UN MUNDIAL BAJO EL GOBIERNO DE FRANCO. Los mundiales de juegan cada 4 años. Tampoco hubo un mundial en1972, porque estuvo el Mundial de Méjico de 1970, que ganó una extraordinaria selección de Brasil. Mucho menos en Filipinas, donde NUNCA SE JUGÓ UN MUNDIAL
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