Por Ezequiel Adamovsky
El fortalecimiento de los lazos colectivos y de la
política que vimos cuando empezó la cuarentena duró poco, hasta que el gobierno
habló de un impuesto a la riqueza. Desde entonces, empresarios y corporaciones
mediáticas activaron la defensa a la soberanía del mercado. El liberalismo
golpea sus cacerolas por su ideología, el capitalismo tardío. Más allá de las
convocatorias puntuales, cuestiona la legitimidad de la cuarentena, niega el
saber científico e instala que el COVID-19 es una excusa para el autoritarismo
populista. Para el “individualismo autoritario” no están cerradas las
fronteras: movimentos idénticos se despliegan hoy en Estados Unidos, Brasil,
España y Chile. Por Ezequiel Adamovsky.
La secuencia fue así. Cuando se decretó la cuarentena, sorprendieron los
gestos de solidaridad y comunión. Para empezar, la gente la respetó, incluyendo
la abrumadora mayoría de los más jóvenes, con poco riesgo para sí, que
entendieron que debían preservar a los mayores. Se reportaron acciones de ayuda
mutua por todas partes y hubo una fuerte condena social a los inconscientes que
rompían el pacto de aislamiento. Pronto se hizo sentir una ola de aprecio por
lo público, que se manifestó especialmente en los aplausos al personal de la salud que hubo cada día a partir del 19 de
marzo. La política mostró una infrecuente postal de concordia, con las fotos de
gobernantes oficialistas y de la oposición coordinando juntos las medidas
sanitarias. El periodismo de guerra entró en pausa. Las conductas de Techint, que se apresuró a despedir trabajadores, o del magnate Cristiano Rattazzi, que aprovechó para pedir que le bajen los impuestos, resultaron
intolerables. No fueron pocos los que recordaron, en ese contexto, que el
gobierno de CEOs de Macri había desfinanciado la salud pública y eliminado el
Ministerio específico y que también había desmantelado el sistema de
investigación científica (el Malbrán incluido).
Como una revancha, la evidencia mostraba ahora como nunca el valor del
Estado, de la ciencia y de lo público al momento de proteger la vida. Y por eso
mismo, exponía la total irrelevancia del mercado en esas lides. La mano
invisible, cada uno velando por sus intereses individuales, los simpáticos
emprendedores: nada de eso nos iba a salvar. Necesitábamos de todas esas cosas
“antiguas”: médicas y enfermeros, camas y respiradores en esos viejos
hospitales públicos, científicos en los laboratorios de sus universidades,
funcionarios gestionando, compromiso de cuidarnos entre todos y todas.
Paradójicamente, la distancia física había habilitado un extraño
fortalecimiento de los lazos colectivos y de la política. Por supuesto que hubo
voces discordantes, pero la nota dominante, en ese momento, fue esa.
La secuencia fue así. En un tiro por elevación a Techint, el 29 de
marzo Alberto Fernández criticó al pasar a “algunos miserables” que habían anunciado despidos. A ellos dirigió estas palabras:
“Bueno, muchachos: les tocó la hora de ganar menos”. Esa misma noche se instaló
como tendencia en Twitter el hashtag #AlbertoElMiserableSosVos. El dardo del
presidente había sido muy pequeño, pero había dolido. Al día siguiente se
registró el primer cacerolazo, convocado por figuras opositoras con la consigna #PolíticosBájenseLosSueldos. La disputa era
transparente: se trataba de establecer a quién le tocaba ganar menos.
Pero también era más que eso. Las cacerolas
sonaron a las 22 hs, una hora después del horario de los aplausos al personal
del sistema de salud y tres horas después de un ruidazo contra la violencia machista convocado por el movimiento feminista. La
contraposición y superposición confusa de sonidos de ese día graficó las
tendencias que estaban en pugna. Ya en ese momento era evidente que a algunos
sectores les molestaba una concordia y una solidaridad que apuntaban a la
valorización de lo público y de lo colectivo y a la protección de les más
débiles. Así entramos en un nuevo ciclo de antipolítica de derecha
La secuencia fue así. La gran prensa acompañó ese primer cacerolazo con
un cambio al principio sutil: comenzó a hablar del peligro de “malvinización” y de los riesgos potenciales que representaba una autoridad
estatal reforzada por el contexto crítico. Como si la unidad en pos del
objetivo de controlar una pandemia fuese comparable al furor patriotero que le
dio aire a la última dictadura. Luego del 6 de abril, cuando se supo que había un proyecto de sectores del oficialismo para
crear un impuesto extraordinario que pagaran los más ricos, los mismos sectores
sintieron mayores urgencias. Y no tanto porque les molestara la perspectiva de
que los súper ricos paguen unos centavos más de impuestos, sino por la
posibilidad de que la política y lo colectivo reclamen su lugar frente a la
soberanía del mercado. Desde ese momento comenzó a abrirse camino el tópico de
la Libertad amenazada por el Estado y, con él, el socavamiento cotidiano de la
legitimidad de la cuarentena. ¿Tiene el Estado derecho a coartar así tu
libertad? Mientras el cuerpo de rompehielos del liberalismo, los orcos
“libertarios”, hacían punta con la consigna #BastaDeCuarentena, las voces más
respetables del movimiento advertían que, con la excusa del virus, avanzaba
el “autoritarismo populista” en Argentina, en España, en Cuba y en
Venezuela (no así en el Brasil de Bolsonaro, que no les generó preocupaciones).
Hay que recobrar “la Libertad” y abrir la economía. No hay alternativa. ¿Morirá
gente? Qué pena.
La secuencia fue así. Desde fines de abril la pendiente hacia el
desquicio se aceleró. Algunas figuras del liberalismo extremo denunciaban que,
con la cuarentena, Alberto Fernández se proponía instalar “una dictadura feudalista, fascista, comunista, maoísta” (sic). Una senadora del PRO advirtió que el gobierno buscaba arruinar la economía para
multiplicar la proporción de pobres dispuestos a seguir al peronismo donde sea
(se sabe, los pobres son zombis, no individuos racionales) y avanzar así hacia
la estatización total de la producción. Aparentemente, la jugada involucraba
liberar delincuentes de las cárceles para que formen patrullas expropiadoras
(se sabe, los criminales son buenos leninistas). En serio.
La prensa fogoneó ese clima con una intensa campaña de noticias falsas
en torno de masivas liberaciones de violadores y asesinos. El 30 de abril llegó
un nuevo cacerolazo, ahora muy masivo y de alcance nacional, bajo la consigna
#NoalaLiberacióndePresos. Para entonces, la campaña contra la cuarentena en los
medios de comunicación ya era desembozada y se acusaba al gobierno de haber cedido el poder a los epidemiólogos.
Y así llegamos a la alucinante “Marcha de los barbijos” y al cacerolazo
que se convocaron ayer, 7 de mayo, bajo consignas como “No queremos comunismo”,
“Por la Libertad”, “Contra la liberación de presos” y la imperecedera “No
queremos ser Venezuela”. Libremercado, propiedad, seguridad. Nuevamente, en la
convocatoria se mezclaron oscuros trolls de redes sociales con “libertarios”
y figuras del PRO.
Mientras toda esta secuencia se encaminaba a una marcha y a un
insólito cacerolazo “contra el comunismo”, los proyectos de impuesto a los
ricos no avanzaron. Lo que sí avanzó fueron los acuerdos para recortar salarios
y otorgar subsidios a empresarios destinados a pagar la parte que se salva de
la poda. Irónicamente, estos salvatajes económicos son promovidos por el mismo
gobierno al que se acusa de comunista.
La rebelión contra la evidencia
¿Una marcha “contra el comunismo” en un mundo y en un país que lleva 45
años sin tener ningún movimiento de peso que merezca ese nombre? La tentación
de tomarlo para el humor es grande. Y además, la “Marcha de los barbijos”
finalmente no ocurrió y el cacerolazo nocturno fue débil. Pero este delirio no
deja de ser indicativo de algo más profundo que convoca nuestra atención.
Porque se trata de un episodio más de intervención en curso sobre nuestro
vocabulario, que busca poder nombrar como “comunismo” todo lo que no sea el
liberalismo más extremo.
Hace ya tiempo que los “libertarios” locales usan “comunismo” como
etiqueta para cualquier tipo de política que limite de cualquier manera el
libremercado. En Estados Unidos o en Brasil ese uso ya avanzó y es frecuente
escuchar alarmas por “el comunismo” en los debates públicos. Incluso si los
comunistas brillan por su ausencia. El propio Bolsonaro se presenta ante todo como
cruzado anticomunista; uno de sus ministros denunció que el coronavirus se va a usar para instalar el
comunismo. Y hoy mismo, tal como en Argentina, abundan consignas como #ChaoComunistas en las redes sociales de Chile y en otros sitios. Son muchos,
están organizados y bien financiados, comparten agenda a través de las
fronteras. No son locos sueltos. Pero aún así, contra toda evidencia, nos piden
que creamos en un peligro comunista ubicuo, como si estuviéramos en plena
Guerra Fría.
La lucha contra un comunismo inexistente es parienta cercana de otras
riñas contra la evidencia de florecimiento reciente. Para empezar, las de
aquellos que salieron a decir que la epidemia es un invento de políticos y científicos, o que el virus no representa ningún peligro –la
“gripecita” de Trump y Bolsonaro– o que la cuarentena no tiene ninguna
justificación y es parte de alguna conspiración política. Pero lo interesante
es que el negacionismo frente a la evidencia científica va más allá de su
objeto de turno: no descreen de este coronavirus en particular, sino de los
saberes que lo descubrieron. No casualmente, las organizaciones y referentes
que en Estados Unidos más se destacaron en la resistencia contra la cuarentena
y en la negación del Covid19 son los mismos que se esmeran en negar la evidencia abrumadora sobre el cambio
climático (considerado un invento izquierdista). La lucha de todos esos
negacionistas contra la evidencia también se hace en nombre de “la Libertad” y
contra “el comunismo”.
Quienes en el país del norte vienen resistiendo la cuarentena
obligatoria en defensa de la autonomía individual, por otra parte, han
encontrado aliados en algunos de los grupos antivacunas, con larga tradición en el negacionismo científico. Todos se rebelan no
sólo contra un Estado que quiere imponerles cosas –quedarse en casa, cambiar
los hábitos de consumo, vacunarse– sino también, y por ello mismo, contra los
saberes científicos en los que esas decisiones se validan.
La rebelión contra la evidencia –reclamar el derecho a afirmar cualquier
disparate sin someterse a los saberes validados científicamente– tiene en
nuestra época otras varias manifestaciones. Algunas son en apariencia
inofensivas, como la querella de los terraplanistas. Otras causan un daño
constante, como la creencia en algunas fake news tan absurdas, que se adivina
tras ella una obstinación activa en la negación de la verdad. Como sea, la
actual rebelión contra la evidencia no está, como las de antaño, animada por el
apego a alguna religión o algún dogma tradicional, antimoderno. Al contrario,
se conecta íntimamente con la evolución que viene teniendo el liberalismo como
ideología del capitalismo tardío.
En otro ensayo para Anfibia propuse la idea de que la potencialidad
progresista de la tradición liberal se encuentra hoy agotada y que es su propia
pedagogía implícita la que abre las puertas a ese autoritarismo de nuevo tipo
que vemos florecer por todas partes. Porque no se trata de un residuo de
fascismos pasados: es un autoritarismo que no es antiliberal, sino todo lo
contrario. Se apoya en un “individualismo autoritario”. Al contrario del
fascismo histórico, los bolsonarismos “libertarios” actuales detestan el Estado
y desearían verlo reducido apenas a su función policial. Exigen que el mercado
sea el organizador único de la vida social.
Cualquier desviación respecto de ese horizonte, cualquier
obstáculo a su realización, debe ser eliminado por la fuerza (sea la del rifle
de cada quien o la de un Estado gendarme), sin que valga invocar garantías o
derechos. El viejo fascismo esperaba que el Estado fuese el armazón totalizante
de la vida social, que nada quedase fuera de su órbita. “Todo en el Estado,
nada contra el Estado, nada fuera del Estado”, decía Mussolini. El
individualismo autoritario, por el contrario, apunta a un totalitarismo del
capital: exige que nada quede a resguardo de la soberanía (des)organizadora del
mercado. “Todo en el Mercado, nada contra el Mercado, nada fuera del Mercado”,
sería su eslogan. El resto es “comunismo” y debe ser barrido del mapa.
Para ese horizonte, la evidencia fáctica y el conocimiento
científico resultan obstáculos. Entre otras cosas, porque de mil maneras nos
muestran que el capitalismo nos está conduciendo a un callejón sin salida. Son
por ello la última barrera a vencer para lograr el sueño pesadillesco de la
autonomía total del individuo libre de toda regla (salvo las del mercado),
billetera en bolsillo y rifle en mano, emancipado de la comunidad, inmune a la
política, por encima de cualquier verdad exterior que pretenda limitarlo.
Incluyendo las de la epidemiología, así estemos en medio de una
pandemia.
·
REVISTA ANFIBIA
Ezequiel Adamovsky
DOCTOR EN HISTORIA
De chico, a la mañana bien temprano, con el frío todavía impregnado en
el rocío, Ezequiel Adamovsky caminaba las siete cuadras de tierra hasta la
parada del colectivo que lo llevaría a la escuela. No iba solo. Lo acompañaba
Bonzo, uno de sus cinco ovejeros alemanes. Luego, en la secundaria, Adamovsky
leía. Si bien le iba mal en historia, pesó que esta disciplina le iba a
permitir entender la realidad para poder cambiarla. Teme seguir pensando lo
mismo. Creemos, tal vez no esté equivocado. Doctor en Historia por University
College London (UCL) y Licenciado en Historia por la Universidad de Buenos
Aires, es Investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y
Técnicas (CONICET, Argentina) y ha sido Investigador Invitado en el Centro
Nacional de Investigaciones Científicas (CNRS) en Francia.
Hoy trabaja como profesor de la
Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Publicó en revistas de todo el mundo
y es autor de varios libros, entre otros: Historia de la clase media argentina
(2009).
Escribe en inglés y también en
castellano. En 2009 fue distinguido con el James Alexander Robertson Memorial
Prize y en 2013 con el Premio Nacional: le dieron el primer premio en la
categoría historia.
Miembro de colectivos y redes de
resistencia global, participó también del proceso del Foro Social Mundial y
dictó cursos de formación política y conferencias en Argentina y el
exterior. Además de sus publicaciones académicas, ha escrito extensamente sobre
cuestiones relativas a las luchas anticapitalistas y la política de izquierda.
Su mascota preferida era una yegua
llamada Linda, mala como la peste.
Empezó el CBC de
Comunicación Social pero terminó el de Derecho, una facultad en la que duró
menos de un cuatrimestre. No recuerda cuándo tomó su primera foto. Lo que sabe de fotografía lo aprendió de su madre,
reportera gráfica
Las izquierdas de mediados de siglo XX hasta ahora se aferraron al constructivismo radical y al posmodernismo para pegarle a la ciencia. Ahora que la derecha troglodita rechaza la ciencia, quieren venir a dar cátedra.
ResponderEliminarNo hablo específicamente de los autores de la nota (que me parece muy buena), pero se vino denostando a la ciencia de acuerdo a si te gustaban o no sus conclusiones. Y si no te gustaban, decían (siguen diciendo) que la ciencia estaba "en disputa".
Claro, también está en disputa cuando te hablan de terraplanismo, creacionismo o economía marginalista.
Lamentablemente, la filosofía de la ciencia no está sirviendo para acomodar los melones.
Gran blog.