Por Sandra Russo
Vimos esta semana
algunos casos de violencia horrorosa que a muchísimas personas no le entran en
la cabeza ni en el alma, y que sin embargo no son producto de impulsos de odio
aislado, sino de odio institucionalizado. Ese odio, inculcado, prescripto por el
Estado como un remedio contra la cordura, es neutralizado, acolchado por la
línea oficial que versa sobre cómo debemos tratarnos los unos a los otros en
sociedad. Eso es lo que hace temblar: que lo que eriza a tantos y tantas no
roza a muchos otrxs. No pueden defenderlo a boca de jarro –todavía estamos
lejos del extravío brasileño–, pero lo defienden de otra manera: en los muros
de Facebook la intervención de los trolls fue lineal: “¿Y eso qué tiene que ver
con Macri?” o “Siempre politizando todo”. Eso nos dice que saben que a Bullrich
no la pueden defender.
Menciono apenas dos
casos aunque hubo más. El de San Miguel del Monte, en el que estuvo involucrada
la policía bonaerense: un joven y cuatro adolescentes que iban cantando en un
auto terminaron baleados y estrellándose contra un camión. Cuatro murieron y
una adolescente agoniza. Esa noticia apareció en los medios primero como un
simple accidente automovilístico. Ya había habido una pueblada en la localidad
contra la intendenta, porque algunos vecinos declararon, apenas ocurrido el
choque, que antes del estruendo habían escuchado tiros. Después se supo que ese
auto cuyo joven conductor ya había sido coimeado la semana anterior por la
policía por no tener todos los papeles en regla, era perseguido por un
patrullero cuyos ocupantes no sabían a quién perseguían ni por qué, pero
tiraban. Uno de los chicos que murió por efecto del choque tenía una bala en el
glúteo (sí, como Rafael Nahuel). Tuvieron que trascender por vías alternativas
estos datos tan tremendos para que los medios lo tomaran como lo que fue: un
crimen múltiple producto de violencia institucional.
El otro caso que
espeluznó hace unos días fue ese video que alguien amigo de los incendiarios
grabó como se graba una gracia, y de hecho se reían dos hombres que bajaban de
un auto en la General Paz, en una noche fría, para rociar con alcohol a dos
personas sin techo que estaban dormidas bajo el guardaraíl, y prenderles fuego.
Ambos terminaron con quemaduras graves. No se podía sostener la mirada durante
todo el video. Daban ganas de llorar de rabia y de desconsuelo, porque es
difícil imaginar a alguien más indefenso y más débil que a un hombre que se
echa a dormir en una noche fría en el medio de una autopista. Y es aún más
difícil comprender el goce de esos pandilleros que reían mientras intentaban
asesinar, que reían mientras intentaban ver arder a esos bultos que ya habían
cosificado y eran nadie.
Una se queda
paralizada por la crueldad y sobre todo por la gracia o la complacencia que
provoca en ciertos sectores esa crueldad. Y aparecen en los comentarios “Menos
que humanos” o “Demasiado humanos”. Es decir: la crueldad abre el dilema sobre
nuestra condición. No hay una respuesta cerrada y unívoca sobre lo intrínseco
de lo humano en relación al bien y al mal. Ni siquiera hay consensos sobre qué
está bien y qué está mal más allá de la cultura desde la que se observa un
hecho. Pero el goce con el dolor ajeno, y un paso más allá, provocar con los
propios actos ese dolor, y reírse del sufrimiento, remite sin duda no a la
condición humana en general sino a uno de sus extremos. El tanático. El extremo
que a lo largo de la historia, cuando ha aflorado, ha extinguido etnias,
pueblos, el que ha arrasado y arrasa hoy a países enteros, los que están a
merced de gobiernos cuyas políticas se dirigen más a la muerte que a la vida.
Por mi trabajo de
entonces, en los 90, recuerdo que hubo algunos casos de linyeras incendiados en
plazas bajo el imperio de la idea de que los de abajo son cosas. Que gracias
que todavía no pagan el aire que respiran. Un posteo de Sebastián Hernaiz, a
quien pedí permiso para citarlo, recordaba un caso aún más antiguo y literario,
pero a la manera de la buena narrativa, que es que la que da cuenta de los
pliegues ocultos de la realidad. Hernaiz citaba a Roberto Arlt, una escena de
El juguete rabioso: Astier, el protagonista, explotado en la librería en la que
trabajaba, lleno de frustración y de resentimiento, planea incendiar el local
pero no se atreve. Sigue su camino, va sin rumbo por la ciudad, inmerso en su
impotencia, y sin que se le viniera ninguna idea previa a la cabeza, casi sin
intención y sí atravesado por una pulsión que debe descargar, de pronto pasa
junto a un hombre que duerme a la intemperie y le tira un fósforo. Le prende fuego.
“Una pequeña llama onduló en los andrajos, de pronto el miserable se irguió
informe como una tiniebla”.
Citaba Hernaiz
también a Oscar Masotta, que en los 60, en Sexo y traición en Roberto Arlt,
analizó esa escena y la asimiló con en funcionamiento de al menos una de las
clases medias: la que no puede con los de arriba, y salda su propio dolor
ejerciendo un dolor más atroz aún en quienes están más abajo, aquellos ante los
cuales sí se anima al sadismo. Pero no se trata solamente de agarrárselas no
con quien corresponde sino con quien es más vulnerable, sino que con esa acción
malvada se borra, se obstruye, se niega el verdadero motivo del odio que
impulsa al odiador. Los atacados, entonces, cumplen un rol funcional a la
supervivencia y el funcionamiento del sistema. Son los receptáculos en los que
los alienados por sus propias frustraciones vomitan su bilis y se vacían, para
recomenzar al día siguiente su vida miserable.
Si los seres humanos
somos buenos o malos por naturaleza no es un tema, como se señalaba
anteriormente, que ofrezca respuestas cerradas y concluyentes. Más allá de que
podamos discernir que hay modelos de mundo y políticas inclinadas hacia la
empatía o el odio, sí hay algunos apuntes olvidados, no provenientes de las
ciencias sociales, que nos reenvían al mundo darwiniano pero, según afirma el
primatólogo holandés Franz De Waal, provienen de malas interpretaciones. De
hecho, el mayor divulgador de Darwin, Thomas Huxley, discrepaba abiertamente
con él en “la cuestión moral”. Para Huxley, la “selección natural” era, cosa
que nunca afirmó su mentor, la prueba concluyente de que cualquier sentimiento
de cooperación, de empatía o de piedad, era “pura simulación”.
Tan hondo caló la
interpretación de Huxley –que por lo demás no hizo ninguna otra cosa
recordable– en el mundo científico y en algunas corrientes de las ciencias
sociales del siglo XIX, que pronto fue muy conocida su “Teoría de la fachada”:
cualquier intención de cooperación o colectivismo fue tomada instantáneamente
como una excusa. “No estaba en la naturaleza humana”, según esa teoría, el
impulso benéfico hacia el otro. Por esa época, un biólogo norteamericano
especialista en babosas, Michael Ghiselin, resumió la teoría de la fachada en
un párrafo apabullante: “No hay indicio alguno de caridad genuina que mejore
nuestra visión de la sociedad, una vez que se deja de lado el sentimentalismo.
Lo que pasa por cooperación resulta ser una mezcla de oportunismo y
explotación. Dada la oportunidad de actuar en su propio interés, nada aparte de
la conveniencia disuadirá a alguien de maltratar, mutilar o asesinar a su
hermano, su pareja, su padre o si hijo. Rásquese la espalda de un altruista y
de verá brotar la sangre de un hipócrita”.
Medio mundo está
gobernado por especialistas en babosas.
PÁGINA 12 25/05/2019
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