Publicado en Página 12 el 24 de
abril de 2016
¿Qué es hoy el kirchnerismo?
Es, en primer lugar, una cultura
política. Durante años confinada a un rincón de la academia, que la consideraba
una forma apenas disimulada de referirse a ese pescado resbaloso que los
peronistas originarios llamaban “ser nacional”, la cultura política fue
rescatada por los estudios pioneros de Gabriel Almond y hoy goza de un status
científico equivalente al de variables en apariencia más cuantificables y
explicativas. Medida a través de complejas investigaciones de opinión, estudios
de comportamiento y grupos focales, la cultura política refiere básicamente al
modo en que una sociedad organiza sus intereses y valores, tramita sus
conflictos y se da a sí misma un orden que refleja su idiosincrasia y que es,
por lo tanto, un saldo provisorio de su historia.
La encuesta de orientaciones
ideológicas elaborada por Flacso-Ibarómetro es, en este sentido, contundente.
De acuerdo a la investigación, un porcentaje mayoritario de los argentinos
(61,8 por ciento) prefiere la intervención del Estado en la economía antes que
la mano invisible del mercado, elige las alianzas con los países de la región
antes que con las potencias del primer mundo (53,6 por ciento), apoya los
juicios por violaciones a los derechos humanos (61,4) y cree que la búsqueda de
la igualdad, más que la libertad, debe ser el principal objetivo de un gobierno
democrático (50,5 contra 32,8).
Estos resultados, que hubieran sido muy
diferentes en otros momentos de nuestra historia, por ejemplo en los 90, son
también distintos si se los compara con los de otros países. Y confirman una
evidencia: las principales orientaciones políticas de la década kirchnerista
definen un núcleo básico de ideas compartido por un porcentaje mayoritario de
la población. Ideas que, curiosamente, se encuentran todavía más afianzadas en
los sectores medios: el mismo estudio revela que la clase media –definida por
ingresos y nivel educativo– apoya estas políticas en porcentajes aún mayores
que el promedio social. Como el gallego que habla en prosa sin saberlo, la clase
media es kirchnerista sin darse cuenta.
Probablemente aquí radique la principal
explicación del súbito “giro estatista” decidido por Mauricio Macri antes de su
elección como presidente, que incluyó la promesa, honrada hasta el momento, de
mantener bajo control público las jubilaciones, YPF y Aerolíneas. Y seguramente
también se encuentren aquí los motivos que dan cuenta de las continuidades
entre una gestión y otra, difíciles de apreciar a un lado y otro de la grieta
pero no por eso menos reales.
Avancemos con cuidado para evitar los
botellazos.
Es cierto que el diseño macroeconómico
del macrismo es ostensiblemente neoliberal, que se mueve a dos velocidades –muy
rápidamente para transferir recursos a los sectores privilegiados y muy
lentamente para compensar los costos– y que su apuesta, en última instancia,
consiste en la creación de empleo por vía del crédito para obra pública (es
decir deuda) y la inversión privada (es decir derrame). Pero también es verdad
que ha decidido sostener en lo esencial el amplio entramado de protección
social construido durante el kirchnerismo, tal como demuestran los anuncios
formulados por el presidente hace diez días: aunque tardíos e insuficientes
para enfrentar una situación que a todas las luces se deteriora, incluyeron
mejoras en derechos otorgados durante la década anterior (Asignación Universal
y jubilaciones) y una innovación importante (la devolución del IVA a los
sectores más vulnerables). Incluso se anunció un aumento para los
cooperativistas del plan Argentina Trabaja, considerado clientelismo puro y
duro durante la campaña.
Del mismo modo, tan cierto es que el
desempleo, consecuencia de los despidos en el Estado y la recesión económica,
seguramente aumentará durante el año, como que no se han impulsado iniciativas
de flexibilización o precarización de la legislación laboral al estilo
menemista, se siguen aplicando los Repro, aunque con menos entusiasmo, y hasta
se ha llegado a un “pacto de gobernabilidad” con los movimientos sociales que
garantiza la paz de los territorios. El hecho de que en cuatro meses de gestión
Macri haya recibido a los líderes sindicales más veces que Cristina en todo su
segundo mandato no convierte a su gobierno en un gobierno de los trabajadores
sino en uno que se muestra dispuesto a hablar con sus referentes. Hasta cuándo
puede durar esta estrategia es la pregunta del momento.
Como sea, estos trazos de continuidad,
presentes en materia social y educativa y en menor medida laboral, confirman
que el macrismo es algo nuevo, diferente a la vieja derecha conservadora pero
también al menemismo de los 90, lo cual –sigamos caminando despacio– no debería
leerse como un apoyo sino como un intento por reconocer la forma exacta del
animal político en cuestión, así sea para no repetir errores: quizás uno de los
principales motivos de la derrota del Frente para la Victoria en las elecciones
de octubre haya sido el dogmatismo inconducente con el que concibió a su
adversario.
Recuperando el razonamiento inicial,
digamos que la prolongación de algunas políticas públicas de una gestión a otra
es la reacción pragmática del gobierno ante el conjunto de orientaciones
afianzado durante la década kirchnerista. Y como la política no es un arte de
intenciones sino de hechos, y como los dirigentes no son juzgados por sus
deseos sino por lo que finalmente hacen con ellos, importa menos si el macrismo
cree de verdad en las políticas sociales que la evidencia de que las está
aplicando.
Sucede que la cultura política opera
entre otras cosas como una frontera que define lo que es posible hacer y lo que
no, que dibuja, por así decirlo, el perímetro de la tolerancia social: así como
la cultura política alfonsín-cafierista desterró el recurso a la violencia como
forma de resolver los conflictos sociales, la cultura política pos-neoliberal
excluye el ajuste sin compensación: cirugía pero con anestesia. Esto se refleja
en la curiosa división de tareas del macrismo: en un gabinete dotado de una
homogeneidad social, profesional y fonética inédita desde recuperación de la
democracia, los ex gerentes de multinacionales se ocupan de las áreas duras de
la gestión (finanzas, energía, empresas públicas), en tanto que aquellos que
provienen de la sociedad civil se hacen cargo de las zonas blandas (desarrollo
social, medio ambiente). En el particular juego de rol del macrismo, los CEO
ajustan y los ONGistas compensan.
Pero hablábamos del kirchnerismo, de su
sobrevida como cultura política y como su otra forma principal: el kirchnerismo
como minoría intensa. Provisto de un conjunto de recursos institucionales, un
liderazgo y un programa (oposición dura), la reaparición de Cristina le
devuelve al kirchnerismo parte de la vibración épica y la conexión emocional
que había logrado en el período más brillante de su largo ciclo en el poder,
aquel que comenzó con una derrota (el voto no positivo) y concluyó con una
tragedia (la muerte de Néstor), y que incluyó la estatización de las AFJP, la
ley de medios, la ley de matrimonio igualitario y los festejos del
Bicentenario.
Mi impresión es que el kirchnerismo se
sintió demasiado cómodo en ese papel poco exigente, y que incluso después de
haber obtenido el 54 por ciento de los votos siguió funcionando más como
oposición de la oposición, como dice Martín Rodríguez, que como una fuerza
hegemónica que incorpora e incluye, tal como confirma la trayectoria
descendente de sus dos grandes dispositivos simbólicos: el programa 6,7,8,
necesario en un contexto defensivo pero que se fue volviendo nocivo conforme iba
pasando el tiempo; y el one-hit-wonder Carta Abierta, que tras su célebre
hallazgo (el famoso “clima destituyente”) emprendió un camino sinuoso que lo
llevó a respaldar al gobierno cuando era el momento de cuestionarlo (cuando era
fuerte y estaba a tiempo de introducir correcciones) y a criticarlo (el “voto
desgarro”) cuando había llegado el tiempo de apoyarlo más allá de toda crítica.
Con un despliegue hiperactivo aunque un
poco redundante en las redes sociales y mucha presencia mediática (que no
siempre suma), el kirchnerismo recuperó su centralidad tras la vuelta de su
líder, obligó al resto del peronismo a definirse y confirmó que es el único
actor político capaz de movilizar multitudes. Y sin embargo, el argumento
“Cristina moviliza más que Macri” no es del todo pertinente, porque la
estrategia del gobierno no consiste en oponer una movilización a otra sino, más
sencillamente, no hacer movilizaciones (no se trata de contestar un cacerolazo
con un acto masivo sino de evitar el cacerolazo). Las pruebas están al alcance
de la mano (literalmente): Macri no quita a Evita del billete de cien pesos
para hacer ingresar a Frondizi o Alsogaray sino para hacerle lugar a la ballena
y al hornero. No quiere ganar la batalla cultural: quiere sobrevolarla, y
trasladar sus tropas al nuevo teatro de operaciones de las finanzas, la
economía y la obra pública.
El regreso de Cristina repuso el
clivaje kirchnerismo-anti-kirchnerismo que había empezado desdibujarse. Y su
reto a los manifestantes que insultaban a Bossio (“Así no van a convencer a
nadie”), así como su propuesta de Frente Ciudadano (nebulosa pero que pareciera
apelar a una cierta apertura), demuestra que es más inteligente que el
kirchnerismo sunita que la rodea y aplaude. Pero ocurren dos cosas: por un
lado, como escribió Verónica Gago, la orden de autogestionar un nuevo espacio
resulta contradictoria (la autoorganización desde arriba es un oxímoron). Por
otro, no está claro aún cuál será el mecanismo político, la astucia de la razón
que traducirá la activación militante, el sustrato afectivo y el ascendente
social que conforman el capital político del kirchnerismo en una opción de
poder real, lo que en un sistema democrático significa en última instancia una
opción capaz de disputar y ganar elecciones.
Concluyamos, también con cuidado.
Como ningún otro ciclo político desde
la recuperación de la democracia, el kirchnerismo logró sobrevivir a su
desalojo del poder. Y sin embargo, transformado hoy en una cultura política y
una minoría intensa, no puede proponerse simplemente como un guardián de las
conquistas del pasado, como un eco reivindicante de la década, por más ganada
que haya sido. Para que no se reduzca a “un conjunto de personas con algunos
recuerdos en común”, como decía Ricardo Sidicaro, el kirchnerismo necesita
reinventarse apelando a nuevos sectores, recursos y discursos, una tarea
pendiente desde el 2010 pero que debe encarar cuanto antes si quiere superar la
derrota, que no es un accidente de la historia ni una conspiración de los
poderosos sino el lugar en el que lo puso la sociedad tras las últimas
elecciones.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarComo siempre, buen material en este blog.
ResponderEliminarSaludos y buen fin de semana.
No comparto que haya tanta diferencia con Menem. Van unos pocos meses; Menem no (des)hizo todo lo que des(hizo) en tan poco tiempo. Si es diferente que hubo gente que compro Menem (al menos la primera vez) de buena fe, creyendo otra cosa. A esto lo compraron sabiendo.
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