AMIA
LA
IMPUNIDAD EN SU VICTIMA MÁS PEQUEÑA
Hoy
tendría 25 años. Las especulaciones sobre lo que hubiera sido actualmente, en
una dolorosa especulación contrafáctica, pueden ser múltiples, desde un jugador
de fútbol a un profesional con título universitario, pero lo cierto es que su
imagen de nene bonachón quedó congelada un 18 de julio de un día frío de
invierno hace 21 años. Y que la rabia, extraña paradoja en una calle que lleva
el nombre del que descubrió la vacuna antirrábica, se fugó entre las ruinas, en
búsqueda de justicia, mientras los recuerdos
quedaron aplastados bajo los
cimientos de un moderno edificio construido sobre los escombros del atentado.
La
AMIA es el segundo mayor atentado en la violenta historia de nuestro país. El
primero fue el criminal bombardeo a la Casa
Rosada para matar a Perón pero que cubrió un territorio mucho más
amplio, a cinco días del inicio del invierno de 1955.
La
impunidad hoy tiene un poco más que cuatro veces los años que contaba Sebastián
ese día en que la ley de las probabilidades que los creyentes llaman destino,
segó su vida. Esas probabilidades lo situaron en el lugar equivocado a la hora
precisa. Esa que clavó las agujas de los relojes para siempre a las 9 y 53
minutos. Ahí en el barrio de Once donde estaba la mutual judía desde hacía
muchas décadas, fundada en 1894.
El
día anterior, los ojos del mundo estuvieron clavados en los televisores que
traían las alternativas de la final del campeonato mundial realizado en EE.UU
en que Brasil se impuso por penales a Italia. Ese donde a Diego Maradona le dio
positivo un antidoping y acuñó una de sus frases memorables: “Me cortaron las
piernas”. Seguramente, Sebastián que era hincha de River, miró esa final, sin
saber que su vida era la que pasaba a jugar tiempo complementario.
Le
costó levantarse esa mañana, primer día
de vacaciones en su jardín, porque quería quedarse en su casa para jugar
con los muñecos en forma de dinosaurios. Rosa, su madre, tenía que hacerse
chequeos de rutina en el hospital de Clínicas. No tenía con quién dejarlo así
que decidió seducirlo. Le prometió ir a comer a Pumper-Nick. Su hermanita, de
sólo cinco meses a la que adoraba y no dejaba un minuto sola, quedó con su
abuela. Así que se despidió de sus dinosaurios, de su abuela y de su
hermana, y emprendió lo que se encaró
como un paseo de la mano de su mamá. Tomaron el subte y se bajaron en Corrientes y
Pasteur. Y ahí iban, madre e hijo, muy
juntitos, caminando despreocupados por la calle Pasteur rumbo al Clínicas. Rosa
recuerda que se paró a ver una vidriera a pocos metros de la AMIA, pero como
se hacía tarde, rápidamente reanudó la
marcha. De pronto la curiosidad del niño le preguntó a su madre: “Mamá ¿por qué
está ese auto parado ahí, en el medio de la calle?”. Fueron las últimas
palabras de Sebastián, a apenas 15 metros de la AMIA. Rosa le contestó: “Está
descompuesto y tratan de arreglar el auto”.
Un ruido infernal impidió que Rosa continuara. Sintió que “...un viento
fuerte arrancó a mi hijo de mis manos”. Ese viento, la onda expansiva, la levantó y desprendió a Sebastián de su
mano derecha, mientras caía en el suelo. Una lluvia de escombros cayó sobre
ellos mientras se ponía todo oscuro. Rosa se levantó sin perder el
conocimiento. Vio a su hijo que yacía a apenas a un metro con el cuello
abierto. En medio de su desesperación
pidió ayuda a un hombre, que asustado salió corriendo. Se dio cuenta que no
podía mover un brazo. Una chica y un muchacho le dieron asistencia a Sebastián.
Fueron los que llevaron a su hijo al hospital. Rosa corrió en ese escenario
infernal lo que pudo, descalza sobre los vidrios y los escombros. Luego todo es
una nebulosa para Rosa. Sabe que nunca más volvió a ver a su hijo. No sabe si las esquirlas que le abrieron la
aorta impidieron o no que llegara vivo al hospital. Lo que sí sabe, porque se
lo contaron, que mientras su marido enterraba a Sebastián, los médicos luchaban
para salvar su brazo derecho.
Pasaron 21 años. La ausencia tiene el
tamaño de los años transcurridos sin justicia. De las complicidades, que van
desde desde el gobierno nacional de entonces a las autoridades representativas
de los argentinos de origen judío, con obvios diferentes grados de
responsabilidad, desde las pistas plantadas por los servicios de inteligencia
foráneos y la SIDE, base de la
desinvestigación del juez Galeano y los fiscales Muller y Barbachia, continuada
por la de Alberto Nisman con todos sus errores y dirigida desde la Embajada
norteamericana, investigaciones amañadas
realizadas a partir de determinar previamente a los culpables. Sólo algunos
puntos en un interminable listado de desaguisados que incluye muchos más que los
enunciados. Los movimientos tendientes a ocultar a los autores reales
realizados en el tablero internacional. La justicia ultimada en las razones de
Estado.
En
los dos últimos años, el caso AMIA estuvo concentrado en el polémico Memorándum
de Entendimiento con Irán, en la denuncia estridente del fiscal Nisman,
unánimemente considerada de una enorme endeblez, y su posterior muerte aún no
aclarada.
El juicio por el
encubrimiento local comenzará este año un 6 de agosto. Dos décadas más tarde por donde debió empezar la
investigación y el juicio. Justo el mes en que Sebastián cumpliría 26 años. Los
recuerdos de Rosa antes de la tragedia quedaron vívidos: “Me llamó la atención
ver un patrullero vacío….Vi un volquete, pero seguí caminando y tanto ruido
hizo un señor que le tiró piedras de un balde que me di vuelta…… A
veces pienso por qué le pasó a él y no a mí. Siento culpa por no haber podido
agarrarlo. Se mezclan un montón de sentimientos, y a pesar de que
pasaron todos estos años todavía me sigo reprochando el hecho de haberlo
llevado.”
Pasaron 21 años y la ausencia está en el dolor diario.
Insuperable. “Al principio no hubo un
solo día que pensara en seguir viviendo y prefería morirme antes que enfrentar
el dolor” cuenta Rosa Barreiros. Y en tren de manejar el futuro amputado de
Sebastián, Rosa reflexiona: “Me cuesta imaginarme cómo sería Sebastián
físicamente. Los primeros años de su muerte sus compañeritos del jardín venían
a casa y después dejaron de hacerlo porque les hacía mal. Para mí también era
difícil porque observaba cómo crecían. Veía que ellos tenían 10
años y el mío seguía teniendo cinco. Me imagino que estaría cursando el CBC,
pero no sé qué carrera hubiera seguido. De chiquito decía que quería ser piloto
de avión. Seguramente hubiera elegido algo que tuviera que ver con la justicia,
porque era algo que lo tenía muy marcado”.
Pero
como tantas madres de diferentes tragedias, convirtió la bronca en combustible
para la lucha por la justicia para su hijo, por su marido y por su hija que
ahora tiene 21 años. Sí, la misma que entonces tenía cinco meses y era la
adoración de su hermano. En los recuerdos de Rosa están inalterables “los de
ese nene alegre, con pilas las 24 horas del día. Era muy amigo de sus amigos.
El decía que quería ser presidente para pagarles mucha plata a los jubilados.
La señorita del jardín le decía que era
el “abogado de los pobres” porque cuando retaban a un compañerito- y él
entendía que no había hecho una macana- saltaba a defenderlo. Le encantaba jugar
al fútbol, andar en bicicleta, las tortugas Ninja y mirar dibujitos.”
Pasaron 21 años y los dinosaurios
siguen esperando a su dueño.
La
muerte se ha llevado a muchos familiares sin poder ver un luminoso día de
justicia.
Los
avatares comerciales han hecho desaparecer a los Pumper-Nick, que seducían a
Sebastián.
“Aprendí a vivir con el dolor, pero
no quiero vivir sin justicia” dice hoy Rosa Barreiros.
Ese
viento que le arrancó a su hijo no puede ser que se convierta en la impunidad
eterna que le impida cerrar una herida permanente pero que seguirá mucho más
abierta mientras no haya justicia.
La perra de Sebastián, Pamela, murió durante su
ausencia.
Se suele decir que un
muerto es una tragedia y muchos una estadística. Éste es mi modesto homenaje
centrado en el recuerdo de Sebastián, a
los otros 84 muertos del atentado a la AMIA y en Rosa un reconocimiento
a todos los familiares que han sobrellevado estos dolorosos 21 años. Y a todos, absolutamente todos,
incluso a los que confundidos o desorientados en su dolor insondable, terminan
siendo funcionales a las autoridades formalmente representativas de los
argentinos de origen judío, mi acompañamiento. A ellos, pero fundamentalmente a
los que empecinada y tenazmente no bajan
los brazos manteniendo una línea coherente y se agrupan, con posicionamientos
diferentes en Memoria Activa, Apemia y 18 J, un abrazo interminable.
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