Hoy, 24 de Marzo de 2014, el periodista Hugo Soríani publico en Pagina 12 estas cuatro historias, tan ilustrativas de los tiempos de noche y niebla. Considero las mismas de
imprescindible lectura. Por eso este blog, las comparte con sus lectores. Las
fotografías fueron agregadas al texto original
38 años
Por Hugo Soriani
Lata
Las celdas
de la prisión militar de Magdalena no tienen inodoro, ni lavabo, ni nada. Sólo
una cama de hierro contra la pared del fondo.
Tampoco hay
mesa ni silla. Apenas una cama sin colchón, porque los guardias los entregan a
las nueve de la noche y los retiran a las seis de la mañana, cuando comienza el
día. Hay que sentarse en el suelo que, además, varios meses al año está mojado,
porque la humedad inunda esa zona baja, donde la prisión militar fue
construida.
Los presos
políticos están encerrados en esas celdas las veinticuatro horas del día y,
aunque se les niegue su condición, son seres humanos que entre otras cosas
necesitan hacer pis y caca. Cuando les vienen ganas, tienen que gritar desde la
celda para que el guardia venga, les abra la puerta y los lleve al baño, que
está en un extremo del pabellón.
Pero por
más que los gritos perforen las paredes, los guardias no vienen. Nunca vienen.
Abren la celda solamente cuando ellos lo deciden, dos veces por día, para pasar
un plato de comida, o cuando algún oficial del Ejército viene a interrogar y
amenazar a los presos. Ir al baño es un derecho que no está contemplado en el
reglamento. Luego de muchos reclamos, peleas y gestiones de sus familiares, las
autoridades del penal deciden darles a los presos el derecho a tener en la
celda una lata de leche Nido vacía para hacer sus necesidades.
Los presos
políticos ya no tendrán que gritar para ir al baño, ni sufrirán más
retorcijones, ni constipaciones. Cuando tengan ganas, sólo deberán tomar la
lata y sentarse en cuclillas apuntando a su interior, al terminar la cierran y
listo. Luego esperarán a vaciarla en el baño, cuando les abran la celda para
darles la comida, si es que el guardián los autoriza, claro.
Es la
felicidad completa, pueden cagar cuando quieran. Ahora hay que conseguir un
frasco o lo que sea porque, como cualquiera sabe, es imposible hacer caca sin
hacer pis al mismo tiempo.
Pero ésas
son demasiadas demandas y deberán arreglarse sólo con la lata. “Los subversivos
son enemigos con mucha imaginación, que inventen la manera”, dictamina el
teniente coronel Romero, director de la cárcel.
Juanito
Patricia se
trepa a la cama cucheta de su celda para mirar por la pequeña ventana que da a
la calle Bermúdez. Sus ojos apuntan a la cuadra de enfrente y a los patios de
esas casas bajas, en el tranquilo barrio que rodea el penal de Villa Devoto,
pero sus oídos están atentos a los ruidos del pabellón. Sabe que si un guardia
la descubre mirando por la ventana será sancionada con semanas de calabozo, y
ella no se quiere perder detalle de la vida de Juanito.
Juanito,
así lo bautizó, es un bebé que juega con su mamá en uno de esos patios de la
casa de enfrente. Juanito toma la teta y desde su celda Patricia puede ver su
sonrisa, o escuchar sus berreos cuando está enojado o tiene hambre.
Así pasa
algunas mañanas y muchas tardes, trepada a su cama cucheta, mientras Juanito
crece y con los años cambia sus hábitos y sus juegos.
Patricia
sufre durante esos años varios cambios de celda, y un par de veces pierde de
vista a Juanito.
Además de
extrañar el olor a lluvia, a café, el cielo, el sol y la luz del día. Además de
extrañar la música, los besos de su compañero, los libros, los diarios y el
dulce de leche, Patricia extraña a Juanito.
Cuando no
puede ver ese patio, espera ansiosa la mudanza que la devuelva a su lugar de
tía imaginaria. Y un día Juanito va al colegio, y otro ya lleva el guardapolvo
blanco y la mochila, y otro toma la primera comunión, y otras tardes de otros
años Juanito festeja su cumpleaños con amigos del barrio y la escuela.
Todo eso
mira Patricia, que de verdad se siente tía, desde la ventana de su celda.
Hasta que
en noviembre del ’83 un guardia grita su nombre y sale en libertad, diez años
después de que la detuvieran y nueve años después del día en que nació Juanito.
Sus
familiares la esperan en la calle y hay muchos abrazos que la asfixian. Cuando
se desprende de ellos, y sin decirle nada a nadie, cruza la calle y toca el
timbre de la casa de Juanito para contarle todo a su mamá. La señora tiene casi
la misma edad que ella y también la abraza fuerte cuando termina el relato.
Hoy, casi
treinta años después, Juanito, que en realidad se llama Nicolás, sigue
festejando su cumpleaños en la misma casa de la calle Bermúdez. La tía Patricia
es la que siempre se encarga de hacerle la torta y ayudarlo a apagar las
velitas.
Hace cuatro
años que Viviana Beguán, La
Negra , vive en la celda 90 del tercer piso de la planta 5, en
el penal de Villa Devoto. Pero en septiembre de 1977 esos años, de pronto, se
multiplican.
Stella, una
compañera, recibe la visita de sus tres hijas. A través del vidrio del locutorio,
las niñas le cuentan que luego del asesinato de su padre, el Piky Pujol, ellas
se habían quedado viviendo con otra compañera, Alejandra Renou, y un matrimonio
mayor que tenía una hija presa. Alejandra fue secuestrada junto al matrimonio,
y ellas tres abandonadas en la casa por los militares luego del allanamiento.
Las niñas tienen cuatro, diez y doce años.
Viviana
Beguán presiente lo peor y pide algunos detalles que llegan en la próxima
visita. Los ojos azules de su papá, las pecas de su mamá y el inconfundible
tono cordobés de ambos no dejan lugar a dudas. Viviana llora el secuestro de
sus padres en el hombro de Nora Savoy, su compañera de celda.
Pasan seis
años hasta que la Negra
Beguán sale en libertad condicional. La Negra sale a buscar los
rastros de sus padres desaparecidos y viaja a Santa Fe para hablar con las
niñas, que ya son adolescentes.
Viviana les
hace mil preguntas y arma el rompecabezas. Por los datos conseguidos, la casa
estaba pasando el Riachuelo, cerca de una plaza, a dos cuadras de una avenida.
El número de la dirección empezaba con uno, dice la más grande, y la casa era
baja y no tenía rejas porque se escapaban por ella para jugar en la calle,
completa la menor. Con un mapa desplegado frente a ellas, sus tres guías se
esfuerzan y la orientan. Marcan una, dos, tres calles posibles y la Negra empieza a recorrerlas
todos los fines de semana, junto a su pareja de entonces, Juan Martín Guevara,
el hermano del Che. Camina la calle al cien, pero más camina las cuadras al mil
o al mil quinientos, porque allí llegaba la vía.
Hasta que
una mañana Viviana se para frente a una puerta y le dice a Juan Martín, “es
ésta”. Viviana mira hacia arriba y dice de nuevo: “No hay dudas, es ésta”. Allá
arriba, en la terraza, asoman los geranios que amaba su mamá. Viviana tiembla,
pero consigue apuntar y sacar una foto. Cuando la ven, las niñas confirman: es
ésa la casa, es ésa.
Al día
siguiente la Negra
y Juan Martin vuelven. La casa está desocupada desde hace años, “desde que
hicieron un operativo y se llevaron a la gente que vivía acá”, dice un vecino.
Otro les abre la puerta de la casa de al lado y los dos saltan el muro que las
separa. Entran.
Ahí, en el
piso, aún hay algunos diarios del 77 bajo la puerta, boletas de impuestos, una
camisa de su papá y el documento de su mamá tirado en el medio del parquet,
levantado por el agua de una vieja filtración.
Años
después, la Negra
supo que sus padres fueron fusilados en Campo de Mayo, luego de ser ferozmente
torturados.
Viviana
nunca pudo vivir en esa casa de Avellaneda, sacó de allí algunas pocas
pertenencias y la planta de geranios que amaba su madre ahora ilumina el patio
de su casa. “La voy cuidando todos los años –cuenta Viviana–, y siempre florece
en primavera.”
Los chicos
Lo cuenta Angela Urondo Raboy, en la página noventa
y uno de su imprescindible libro ¿Quién te creés que sos?.
“El 12 de junio de 1976, Josefina, que tenía cinco
años, fue secuestrada con su mamá, su hermanita y una compañera de militancia
de la mamá, que se encontraba con sus dos hijitos bebés. Un episodio muy
violento, con tantos chicos. En el D2 (de Mendoza) fue privada, como todos los
demás, de comida, agua, dignidad. La llevaron a la sala de torturas, donde fue
desvestida y manoseada sexualmente bajo una luz intensa, para que su padre
(Jorge Vargas, que estaba secuestrado y todavía continúa desaparecido) la viera
sometida, desde la oscuridad. En otra oportunidad la condujeron a la terminal
de ómnibus, donde los policías le pidieron que señalara si conocía algún ‘tío’.
Ella debe haber sido consciente de la gravedad de la situación, porque al
volver a la celda con su madre solamente pedía perdón, como si se sintiese
responsable de lo ocurrido. Luego de unos días fue liberada y devuelta a sus
abuelos. Dos meses después, Josefina murió de un disparo que se dio ella misma
con un revólver que encontró en una mesa de luz.”
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