Me contaron que Angelito Labruna volvió a morir. Que su compadre de paredes inolvidables, el uruguayo Walter Gómez se acercó a uno de los rincones del paraíso y sigue todavía llorando. Que el gran Ermindo, cuando concluyó el partido contra Lanús que condenó a River a la promoción y a dirimir su permanencia en primera con el cuarto de la Primera B Nacional, sintió un estruendo más fuerte aún que aquél que produjo el neumático que se reventó y lo llevó a la muerte. Me contaron que el cabezón Enrique Omar Sívori, con un vaso de whisky en la mano, se preguntaba en otro rincón, ¿Cómo es esto posible?
Muñoz, Moreno, Pedernera y Loustau se miraron perplejos. De aquella Maquina a esta máquina de demoler trayectorias, de enlodar prestigios, de una decadencia que lo llevó en el 2008 a terminar último, luego de haber sido campeón el mismo año, jugando un fútbol muy lejos de su historia. De esa historia que lo convirtió en el más grande club del fútbol argentino. El que obtuvo más campeonatos. El del mejor estadio. El que aportó más jugadores a las selecciones nacionales. El que más puntos sacó sumando todos los campeonatos desde que se inició el profesionalismo en 1931. El de una escuela y línea que se identificó con la mejor tradición futbolística argentina.
Me contaron que Carlos Peucelle le preguntaba desconsolado a ese gran periodista que fue Dante Panzeri, si las noticias que llegaban desde la tierra no eran una operación de prensa.
Que el gran Pipo Rossi, aquél que por sus gritos en la cancha se lo llegó a denominar “La voz de América”, se quedó afónico gritando desde el más allá, a un equipo sin fútbol y sin alma.
Al que la histórica camiseta le pesaba tanto que le inmovilizaba sus piernas, inhibía sus precarias condiciones futbolísticas y vaciaba sus pechos de todo fuego sagrado. Un técnico como Juan José López, el notable jugador JJ, cuyo miedo convirtió a un equipo endeble en uno de los tres peores del campeonato, aunque la actual tabla de posiciones lo dejé en mejor situación que aquella a la que lo condena el promedio. Él mismo designado por el presidente del club, nada menos que el Gran Capitán Daniel Alberto Pasarella, aquél que siempre iba para adelante, el defensor más goleador del fútbol argentino, el que conjugaba fútbol y garra. El que primero nominó como director técnico a Ángel Cappa, que cree que se puede jugar como el Barcelona, con jugadores poco habilitados futbolísticamente, a partir de cierto fundamentalismo ideológico.
Me contaron que desde las tribunas del Monumental, el príncipe Francescoli con sus impecables gambetas y disparos y el Beto Alonso, aquel que deslumbraba con la proverbial magia de su antológica zurda, no alcanzan a dirimir a que juega un equipo incapaz de dar tres pases seguidos.
Nadie me lo contó. Lo vi. Percibí una decadencia inexorable con una dirigencia que convirtió una pasión en el negocio de unos poquitos, vaciando al club económica y deportivamente.
Nombres como el José María Aguilar o de Mario Israel, con mucho prontuario y poco currículum. Con la venta de los mejores jugadores salidos de las inferiores y “reforzando” el equipo con picapiedras. Así se llego a un club técnicamente en quiebra con un plantel carente de figuras, que confunde fútbol con rugby, correr con jugar. Donde llegar al arco contrario es una aventura exótica. Y cuando por casualidad se concreta un gol, se lo empatan a los pocos minutos. A pesar de los cinco defensores y el doble cinco. Con volantes más preocupados por defender que por atacar y con uno o a veces dos jugadores que posan de delanteros. Se ha llegado al extremo de tener más confianza en que Quilmes último le ganara a Olimpo, y salvara a River, que éste derrotara a Lanús en su propia cancha.
Escribo sumando mis lágrimas al llanto de Walter Gómez, a la segunda muerte de Angelito, al desconsuelo de Ermindo, a la desesperación de Peucelle, a la estupefacción de Sívori , a la afonía de Pipo Rossi, a la perplejidad de la históricos componentes de la Maquina.
Hace sesenta años que una banda roja me cruza el pecho. Esa que hoy me estruja el corazón. Y con la convicción que si no hay un vigoroso cambio, una inyección de fe, intentar ser equilibradamente ofensivos, River está más cerca de la B y Belgrano puede acariciar la A.
No quiero que esto suceda. Pero la realidad actual me grita que lo que era una locura, sólo posible en una visión apocalíptica o una pesadilla febril, hoy perturba con su fétido aliento.
Ojalá que con lo poquito que tiene, la banda se desate y deje de estrujarnos el corazón.
17-06-2011
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