01 septiembre 2012

DESCENDIENDO DE LOS BARCOS

Día del Inmigrante
Cruzaron el Océano dejando atrás el hambre, la miseria, las persecuciones religiosas y políticas, la falta de horizontes. El barco era la promesa de un pasaporte al futuro. El agua era la distancia entre una tierra que se avizoraba como posible y una ajena donde quedaba enterrada las raíces, la historia familiar, los parientes, las costumbres comunes, la patria, los reconocimientos implícitos. Había que navegar mucho más allá del horizonte. Días y días donde ya no estaba la tierra dejada y era imposible imaginar aquella donde había que intentar construir el futuro. Apiñados promiscuamente en tercera categoría, era difícil desde el fondo de un barco soñar con “ hacer la América”. La llegada era tan traumática como la partida. Funcionarios a los que no se entendía, apellidos que muchas veces sufrían metamorfosis. Costumbres extrañas a las propias. El Hotel de los Inmigrantes. El ingreso a la Capital. El idioma como traba enorme. Algunos empezaron a buscar trabajo en esa ciudad extraña y europea, habitando conventillos, recorriendo sus calles, golpeando puertas. Otros se dispersaron por la vasta geografía nacional. Portugueses, italianos, españoles, árabes, turcos, judíos, eslovacos, croatas, vascos, polacos, alemanes, irlandeses, mucho más tarde japoneses, coreanos y chinos,   fueron depositando sus sueños, sus sudores, sus broncas, sus esperanzas en una tierra a veces acogedora, otras hosca y distante. Sobre ese escenario, millones de historias se entrelazaron, construyendo un país. Desperdigada la cultura autóctona, perseguidos los indios y negros, marginado el gaucho,  carentes de una tradición como los mejicanos cuyos antepasados son los mayas y aztecas, como los peruanos que provienen de los Incas, los argentinos, según el escritor Carlos Fuentes, descendemos de los barcos. De todas esas culturas, de esa mezcla explosiva de dolores ancestrales, de miseria profunda, de sueños libertarios, de la necesidad de construir una vida que permitiera dejar atrás la nostalgia en algunos casos, o el olvido de una vida de privaciones en otros, se fue forjando un país rico en contrastes, tolerante o irascible, nacionalista y extranjerizante, querible y denostado, acogedor y distante. De toda esta trama, donde los novelistas pueden abrevar historias inolvidables, elijo la más cercana, aquella que me toca tan de cerca que atraviesa mi infancia, que condiciona mi origen, que se entronca con  mis ancestros. Allá en las cuchillas entrerrianas donde cabalgó Ramirez, el que usó, según Felix Luna, de palenque la misma Plaza de Mayo y murió por su amor rezagado: La Delfina. Allá donde Urquiza se construyó un Palacio en medio del campo, copiado de Versalles, con techo de espejos, cerámica y mármol italiano. Con lago artificial y barco traído de Europa. Ahí, en la región encerrada entre ríos, se asentaron mis abuelos. Allí está todavía jugando mi infancia. En el brumoso y dulce terreno de los recuerdos hay un campito y una pelota que busca entrar entre dos piedras o dos montones de ropa. Hay algunos chicos de pantalones cortos pensando en concretar las jugadas que imaginaron por radio. Allí, en Entre Ríos, en la soledad y el silencio de un cementerio, rodeado de campo, de antiguas colonias pioneras, están enterrados mis abuelos y mi madre.

POSTALES AMARILLENTAS
No sabía entonces de los gauchos judíos. Mucho menos de Alberto Gerchunoff, a quién su padre rabino le dijo: “Allí, en la Argentina, trabajaremos la tierra, comeremos pan de nuestro trigo y seremos agricultores como los antiguos judíos, los judíos de la Biblia” Como el personaje de Moliere, hablaba en prosa sin saberlo. Estaba en medio de ellos, en  una de las colonias judías. El olor a leche recién ordeñada. Mi abuela revolviendo  con una cuchara de madera el contenido de una olla grande, elaborando dulce de leche. La cocina de la modesta vivienda tiene en la memoria dimensiones enormes, con una gran mesa de madera, donde mi abuela Teresa, Taible en idish, nos servía el desayuno. Una típica imagen de la mujer rusa. Dedicada a sus hijos, a las tareas campesinas y yéndose a dormir con su Mundo Israelita o Di Presse, escrito  parte en castellano, parte en idish. Los varenekes salidos de sus manos aún habitan en mis recuerdos y en mis pituitarias. Mi abuelo se llamaba Jacobo. El castellano nunca lo dominó con fluidez.  Provenía de Diavatlava en Bielorrusia.
Cuando nació mi hermana, él no llegó a memorizar el nombre Graciela,  por entonces poco frecuente, y cuando trataron de recordarlo con mi abuela, a el le salió murciélaga, lamentándose que su hija le pusiera semejante nombre a su segunda nieta.
Lo recuerdo rezongando por los bichos moro que le arruinaban sus tomates o maldiciendo a las langostas que le arrasaban sus futuros ingresos. Yo los visitaba en el campo cuando venía de Buenos Aires, mi tío preferido, su hijo mayor llamado Efraím, aunque todos siempre lo llamamos Froique. En el prolijo patio de la casa estaba la heladera de aquellos tiempos, la fiambrera, construida de madera y alambre tejido puesto a la sombra.
 Su hijo menor, Mote lo ayudaba en las tareas del campo. Una de sus hijas, Clara murió de una especie de leucemia a los 22 años. La otra hija, Rosita fue mi mamá.
En ese campo, escuché en el relato de Fioravanti, el triunfo de River sobre Boca, como visitante con gol de Elíseo Prado, en el último minuto, la tarde aquella en que Menéndez y Sívori reemplazaron a Walter Gómez, lesionado y Angel Labruna, de duelo. Fue el 18 de julio de 1954 por la decimotercera fecha del torneo. 
Nosotros vivíamos a uno pocos kilómetros, en Jubileo, un pueblito casi inexistente donde lo que faltaba superaba largamente a lo que contábamos.  No había ni luz, ni gas, ni electricidad, ni médico, ni farmacia, ni iglesia. Todas las semanas llegaban los abuelos, en un carro o en un sulky tirado por caballos, con su frasquitos de dulce de leche,  de chicharrones y su bandeja de masitas caseras. Era fines de los cuarenta y principio de los cincuenta. Los niños eran los únicos privilegiados y Antonio Tormo animaba los domingos de Jabón Federal en la vieja RCA Victor que funcionaba con una batería de auto que se cargaba en el motor que accionaba la panadería de mi padres. La radio era la forma que el mundo entraba en esos parajes desolados. Justamente, mi abuela contaba que cuando el primer vecino compró una radio invitó a todos los conocidos para que apreciaran el genial invento. Pero sucedió un imprevisto: el aparato no funcionó. Uno de los concurrentes exclamó socarrón: “ Pero si será zonzo Jaime, como puede pensar que de una caja de madera saldrá una voz”.
Los diarios, La Nación, La Prensa,  llegaban cuatro y cinco días tarde. Primicias, noticias urgentes, no transitaban por “El año del Libertador General San Martín”
A veces mi abuelo me contaba de su niñez en un pueblito cercano a Odesa. De los progrom de los cosacos. De una fiesta en que entraron pegándole a los asistentes y como le asestó un certero golpe de puño a uno de los agresores. Del viaje a  Odesa para emprender la travesía  a la Argentina. De los duros tiempos iniciales con la colonización impulsada por la asociación del Barón Hirsch. De su gusto por la carne y el asado. Cuando vendió su pequeño campo se fue a vivir a San Salvador, donde muchas veces para aumentar su jubilación, traía y vendía pescado en la calle condicionado con barras de hielo. Cuando mis padres enajenaron la panadería, se mudaron a San Salvador. Vivimos varios años todos juntos: mis padres, mis abuelos, mi tío Mote, mi hermana y yo. La muerte los sorprendió  ya ancianos, consciente que su hija sobreviviente padecía cáncer. Primero se fue mi abuelo y unos años después mi abuela, que llegó a ver el casamiento de su nieto mayor con Elsa, y que precedió en unos meses la muerte de mi madre.

POSTALES AMARILLENTAS II   
La historia de mi abuela  paterna la conté en un trabajo dedicado al día de la madre. Es aquel que decía: No hablaba el castellano. Había venido desde el otro lado del mundo, de un pueblito cercano a Odesa, la capital de Ucrania a orillas del Mar Negro. El siglo recién comenzaba y la Argentina era “ la tierra prometida “. Aunque a ella solo le hubiera tocado unas pocas hectáreas y una vaca lechera. Había tenido varios hijos. Pero el último había nacido con los pies en sentido opuesto a lo natural. Por esa época otro vecino de la colonia padecía la misma situación. La madre de nuestra historia vendió la única vaca lechera, cargó a su hijo y sus limitaciones, y desde la colonia entrerriana, subió al tren y con sus temores y sus miedos descendió en Buenos Aires. La ciudad ya era importante y se volvía intimidante para una campesina que había trocado las persecuciones rusas por las cuchillas entrerrianas. Trotó por esas calles desconocidas, por los hospitales precarios, con esos escasos billetes conseguidos de canjear el mantenimiento familiar por el futuro de su hijo. La operación, riesgosa para la época, era la única posibilidad de revertir el destino de discapacitado para Elías. Aislada por la falta del manejo fluido del idioma, su peregrinaje fue penoso. Su hijo fue operado y el éxito de la cirugía le cambió el horizonte. El joven hizo el primario en la colonia y un secundario reducido en Concordia y se casó con una joven y bella muchacha de Colonia López, el mismo lugar donde nació el dramaturgo Osvaldo Dragun. Pusieron una panadería. Se levantaban cuando la luz no había logrado desplazar a la oscuridad. El se subía a su carro tirado por caballos, y recorría la soledad de los senderos barrosos, repartiendo el pan y las galletas. Ella se quedaba en la panadería, y con su fuerte carácter dirigía a los empleados y atendía a los clientes. Todo ello mientras criaba a sus dos hijos, en ese villorrio caído de los mapas, que recibía la denominación alegre de Jubileo. Es difícil imaginar en la era de Internet aquella geografía. Sin luz eléctrica, ni calefacción. En los primeros años de matrimonio sin heladera, carente de agua corriente, medico y farmacia. El pueblo era tan precario que ni Iglesia tenía. El centro urbano más cercano, que tenía lo que a Jubileo le faltaba, estaba a solo 18 kms, pero al cual se accedía solo a través de un tren que hacía un viaje de ida por la mañana, y uno de vuelta por la tarde. Sobre las carencias fueron forjando una buena situación económica. Rosita y Elías le dieron todo a sus dos hijos, incluido las respectivas carreras universitarias. Cuando ellos ya eran adolescentes, crió a una sobrina que perdió a su madre al nacer. Cuando la vida parecía que iba a compensarla de un trayecto duro, un cáncer se interpuso en su camino. Solo tenía cincuenta y cinco años. La campesina rusa del relato   fue mi abuela a la que no conocí y Rosita fue mi madre. Y Elías es mi padre. Y como dice Rodolfo Braceli en “ Madre Argentina hay una sola, “ A veces los humanos consuman milagros, que no suceden por milagro / A veces la vida sigue y se prosigue / entonces la muerte no es una derrota”.

DESCENDIENDO DE LOS BARCOS- ASCENDIENDO A LOS AVIONES
En la Argentina de la movilidad social ascendente, los colonos sembraban trigo y cosechaban doctores. Mis abuelos leían y escribían con dificultades. Sus hijos terminaron la primaria y algunos la secundaria. Sus nietos son todos profesionales. Alguno de ellos volvió a surcar el océano como sus ancestros para encontrar bajo otros cielos, los que los abuelos buscaron y encontraron en ésta tierra a la que adoptaron integralmente. Tomaron el mate como los paisanos pero dándole la particularidad de colocarle un terrón de azúcar. Se pusieron bombachas y botas, montaron los caballos con pericia y habilidad. Se sintieron argentinos y transmitieron el orgullo de serlo a sus hijos y nietos, sin dejar de  contarles y enseñarles la tradición cultural de donde provenían. No hicieron la América, pero accedieron a una vida digna como alguna vez soñaron o imaginaron en sus lejanas tierras. Y paradójicamente en alguna o buena parte, Argentina fue hecha por ellos.  Superaron las condiciones adversas y por eso fue un desgarramiento doblemente sentido cuando observaron perplejos como un país construido con la inmigración se convirtió durante décadas en un país de emigración sostenida, primero política y luego económica.
Mi abuelo siempre repetía un viejo proverbio ruso: “ Hay quienes pasan por el bosque y sólo ven leña para el fuego”. El vio en ese bosque llamado Argentina un don de la naturaleza por la cual se entraba a la vida y valía la pena luchar por ella. Sus nietos tuvieron que convivir, padecer y luchar contra gobiernos e ideologías que  talaron el bosque para hacer leña y luego prendieron el fuego. Esas llamas aún nos envuelven. 
23-11-2003
Todos los derechos reservados. Hugo Presman. Para publicar citar fuente. 

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